Recordando al Conejo - Fernando Velasco Abad

El trauma del primer grado


Rosa María Torres

Inspirado en, y dedicado a, mi sobrino Nicolás
(12 de marzo 1983-16 marzo 2015)


Juega, corre, trepa, salta, brinca, se ensucia, hace travesuras desde que se levanta hasta que se acuesta. Imposible que esté quie­to. No tiene horarios ni obli­gaciones. Habla, llora, ríe, cuando se le antoja. Inventa y cuenta historias fantásticas, de su propia cosecha, y muchas veces las ilustra, con candor y genialidad que apabullan. Dispara preguntas a granel. Es centro de atención de la familia. Todos celebramos cuando relata, cuando suelta un chiste, cuando sale con alguna ocurrencia, cuando hace una pregunta difícil. Cada día es una aventura. En su mundo sin paredes ni relojes, es libre y es fe­liz.

De pronto, un día, sin saber bien por qué, se encuentra sentado en una silla incómoda, con mesa incorporada, rodeado de otros niños sentados en otras tantas si­llas y mesas idénticas a la suya. El, que era único, que era centro de atención, ha pasado a ser uno más, un número.

Aquí, todo está prohibido. No se puede ju­gar cuando uno quiere: hay que esperar que toque un timbre o una cam­pana. Tampoco se puede traer juguetes. Al que trae un juguete, le avisan a la mamá.

No puede uno moverse mucho: hay que estar sentado. Regañan al que se para, se da vuel­ta o se agacha. La maestra se inquieta y se enoja ante el menor movimiento, sobre todo sin son varios los niños que se mueven a la vez. Está claro que a la maestra le caen bien los inmóviles. Siempre los pone de ejemplo.

Tampoco se puede hablar cuando uno quiere. Para abrir la boca, hay que levantar la mano. Eso, para decirle algo a la maestra. Porque con los otros niños no se puede hablar ni levantando la mano.  

Hay que pedir permiso frente a todos y en voz alta para ir al baño. Con lo cual, todos se enteran de que uno tiene ganas de ir al baño. Y hay que decidir si pasar la vergüenza o aguantarse hasta el timbre. Claro que, a veces, se calcula mal el tiempo y, entonces, ¡gran problema!.

La maestra es la única que puede pararse, hablar todo el tiempo y moverse sin pedir permiso a nadie. Solo ella puede hacer preguntas. Uno, que venía de ser príncipe de las preguntas, pasa a ser esclavo de las respuestas. ¿Y si no se quiere contestar?. Hay que querer. A la maestra no le agradan los niños que hacen preguntas sino los que las responden.

Se acabaron las historias libres, inventadas. Adiós a la imaginación. Ordenes e instrucciones sin cesar. A la maestra le encanta mandar. ¿Por qué hay que cumplir sus órdenes?. Porque el que no las cumple es un malportado y también le llaman a la mamá.

Hay muchas maneras de "portarse mal": jugar, levantarse del asiento, ha­cer bulla, reírse con el de al lado, arrancar las hojas del cua­derno, hablar sin pedir permiso, demorarse en sacar el cuader­no, perder el lápiz, no traer el libro... Mejor dicho, casi no hay manera de no portarse mal. Es muy di­fícil portarse bien.

Rayas y círculos desde la entrada hasta la salida. Y no se los puede poner en cualquier lugar ni de cual­quier manera. Hay que intentar que calcen entre las líneas, que no se desborden ni para arriba ni para abajo. ¿Para qué tanto palo y tanta bomba?. ¿Por qué no le enseñan a uno de una vez por todas a leer y escribir?.

Oir el timbre y salir volando. Pero los palos y las bombas hay que llevarlos en la mochila hasta la casa. "Deberes" se llaman. ¿Por qué y para qué tanto deber?. ¿Y a qué hora jue­ga uno, entonces?.

Si fuera una vez por semana, vaya y pase, pero ...  ¡todos los días!. Todos los días acostarse temprano y levantar­se temprano, con sueño. Todos los días el mismo uniforme. Todos los días lo mismo. ¿Qué, no se dan cuenta que uno se aburre?.


"¿Cuándo me gradúo, papis?", empezó a preguntar el Nico a pocos días de haber empezado la escuela. El no pidió que le pusieran aquí. Es más, pataleó y dejó claramente establecido que no quería. Pero igual le pusieron. Todo el mundo dice que por esto tienen que pasar todos los niños, que así es, que no hay escapatoria.

Pobre niño, pobre Nico. Ha empezado su primer grado. ¡Y no sabe cuánto le espera por delante!.


* Publicado originalmente el 24/9/1990 como parte de los artículos semanales que durante seis años (1990-1996) públiqué en la revista dominical  Familia del diario El Comercio de Quito.

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