(Libros infantiles y lectura en el aula de clase)
- “Voy a leerles un cuento que les va a gustar. Pero, eso sí: si empiezan a platicar y se distraen, suspendo el cuento. ¿Oyeron?”.
Así introduce la maestra la lectura de Los Diez Amigos, librito infantil, texto y dibujo de Ziraldo, referido a los diez dedos de las manos. Niños y niñas de primer grado, en una escuela pública de la ciudad de México, son los que -atentos y súbitamente quietos y silenciosos- se aprestan a escuchar. Distraerse o platicar, ya saben, tendrá consecuencias.
Lo que voy a transcribir aquí es lo que ocurrió en los 40 minutos subsiguientes a este anuncio: la lucha de una maestra consigo misma, con el libro y con los niños, sin tener clara la estrategia a seguir, sin una comprensión cabal de la naturaleza del texto y del acto de lectura. Incomprensión y frustración de lado a lado a partir de algo que arranca del entusiasmo y la buena voluntad de una maestra, y que termina convirtiéndose en tortura para ella y para los niños. Así empiezan y terminan, por desgracia, muchas ilusiones escolares de maestros y maestras, muchas ilusiones escolares de niños y niñas.
Episodios escolares como éste permiten entender la complejidad de verbos dados por simples como enseñar, aprender, leer, comprender, y acercarnos, aunque sea superficial y episódicamente, a las batallas que libran millones de maestros cada día en las aulas, incomprendidos en sus necesidades y en su labor, mal equipados para encarar la misión que la sociedad les asigna, pasto de la ideología educativa convencional y compartida en torno a temas claves relacionados con su tarea como son la infancia, la enseñanza y el aprendizaje, la relación maestro-alumnos, la lectura y la escritura, el libro, la tarea escolar, la atención, la comprensión, el manejo del tiempo, del silencio, de la risa. La formación y capacitación docente refuerza, antes que explicita y revisa, los supuestos que son parte del sentido común de la educación, un sentido común que niega a los maestros la posibilidad de visualizar y hacer lo que, en realidad, como educadores, quisieran para sí mismos y para sus alumnos. El aislamiento del trabajo pedagógico y el tabú construido en torno al mismo en el medio escolar, impide a los maestros distanciarse de su práctica, compartirla y acceder a la de sus colegas para, juntos, como profesionales de la enseñanza, hacer lo que yo tuve el privilegio de hacer durante esos 40 minutos - observar, reflexionar, pensar, tomar notas- y tengo el privilegio de hacer ahora: escribir para compartirlo con otros maestros, sabiendo el valor que tiene para un maestro la reflexión en torno a la actuación de otro maestro.
Antes de dar la voz a esta maestra y a sus alumnos, es importante explicar algunos elementos referidos al texto de lectura seleccionado en este caso, en tanto de aquí derivan algunas de las complicaciones e incomprensiones que tienen lugar durante y después de la lectura.
No todo lo que se escribe para niños pequeños es cuento, y éste, en particular, no lo es, aunque la maestra lo llame tal. Se trata de un diálogo entre los dedos de la mano, diálogo que tiene por objeto enseñar a los niños los nombres de los dedos y sus funciones. No hay pues estrictamente una trama o una historia. Manejar esto como un cuento, sin diferenciar los tipos de textos de lectura, es precisamente uno de los problemas que la maestra y los niños encontrarán al solicitar ella insistentemente a los niños que resuman “de qué se trata el cuento”.
El diálogo entre los dedos se apoya en texto e ilustración. Ambos están interconectados y se complementan: es difícil entender el texto sin mirar los dibujos, a la vez que estos, por sí solos, no conducen al texto. No es ésta, por tanto, la clase de texto que se presta para una lectura colectiva en voz alta por parte de una sola persona en posesión de un único libro. No tener esto claro, o no advertirlo a tiempo, es otro de los problemas que enfrenta esta maestra. Problema que, en definitiva, tiene nuevamente que ver con la falta de manejo de materiales de lectura y de reflexión en torno a los mismos para fines de lectura en el aula.
- “¿Qué dicen: leo el cuento o nos ponemos a trabajar?”, pregunta la maestra, esperando -como es obvio- una única respuesta. Con lo cual, además, deja claro que, para ella, leer un cuento no es trabajo escolar.
- “!El cuento!”, gritan todos a una.
- “El cuento se trata de una de las partes de nuestro cuerpo. A ver, ¿quién atina?”, pregunta la maestra, iniciando de este modo un juego de adivinanzas con los niños.
- “De la cabeza”, dice un niño.
- “No”.
- “De los brazos”, dice una niña.
- “Por ahí vas”.
- “De las piernas”, dice otra.
- “Ya te perdiste”.
- “De las manos”, dice un niño.
- “Ya vas cerca”.
- “¡De los dedos!”, aciertan varios.
- “Eso es: de los dedos. Les vamos a llamar amigos...”, dice la maestra, buscando acercar a los niños al título del libro. “¿Cuántos amigos tienen ustedes?”.
- “¡Diez!”, gritan los niños.
- “Y si quito una mano, ¿cuántos amigos me quedan?”, aprovecha la maestra para desarrollar la clase de Matemática.
- “¡Cinco!”, gritan unos cuantos.
- “Ahora sí, me atienden”, dice la maestra sentándose en su pupitre, esta vez aparentemente dispuesta a arrancar con la lectura.
- “Atiendan bien, que voy a preguntar, ¿eh?”, agrega. Con lo cual, de un plumazo, borra toda posibilidad de escuchar el anunciado cuento por el simple placer de escucharlo, advirtiendo a los niños que están frente a una auténtica tarea escolar, que deben escuchar y comprender para ser evaluados.
- “El cuento se llama Los Diez Amigos", lee en la portada. Los niños se acomodan en los asientos. Algunos están semiparados, ansiosos por empezar.
- “¿Cómo se llama el cuento?”, quiere verificar la maestra.
- “¡Los Diez Amigos!”, repiten todos en coro.
Empieza ahora sí la lectura en voz alta:
Había una vez un dedo tan menudito que se llamaba Meñique.
Este Meñique tenía cuatro hermanos que se llamaban Anular, Medio, Indice y Pulgar.
- “¿Alguna vez ustedes les han puesto nombre a los dedos?”, pregunta la maestra, buscando conectar la lectura con la experiencia de los niños y, de paso, mantener viva la atención.
- “No”, dicen los niños.
- “Bueno, entonces de tarea para mañana me van a poner nombre a los dedos”. Primera tarea, primer signo claro de que el cuento no será tratado sólo como objeto de lectura sino como carnada para tareas escolares.
Meñique era muy juguetón, un dedo muy travieso, y vivía metiéndose en donde nadie lo llamaba. (El dibujo muestra a Meñique metiéndose el dedo en la ternilla de la nariz)
- “¿En dónde creen que se metía?”, pregunta la maestra, probando atención y comprensión al mismo tiempo.
- (Silencio).
Los niños ya no siguen la lectura, ya han perdido interés. Más de uno no debe entender de qué se está hablando, pues no conocen los nombres de los dedos y, por tanto, de los personajes centrales del cuento. La prueba es que, esta vez, los niños no intentan siquiera adivinar.
- “En donde nadie lo llamaba”, se contesta a sí misma la maestra. Los niños quedan sin saber cuál es ese lugar "en donde nadie lo llamaba". Mostrar el dibujo bastaría para aclararlo, pero a la maestra no se le ocurre hacerlo. Sigue leyendo:
Un día, Meñique tuvo una gran idea:
- ¡Vamos a jugar al teatro!
y agregó con voz de pito:
Los niños se ríen al escuchar el "voz de pito".
- “A ver, no se distraigan”, reclama la maestra al escuchar las risas. En verdad, los niños ya estaban distraídos; el “voz de pito”, por el contrario, ha recuperado su atención. Pero la maestra -como la mayoría de maestras, como la mayoría de adultos tratando de enseñar a niños- percibe el asunto al revés, pues la risa tiene mala reputación en la pedagogía.
- ¡Yo voy a ser el enanito!
- ¡Yo quiero ser el Rey!, gritó Anular, y se puso los anillos de oro que tanto le gustaba usar.
- ¡Pues yo voy a ser un soldado!, dijo Medio, y se puso un dedal en la cabeza, que parecía un casco blindado.
- ¡Yo quiero ser el guía!, exclamó Indice, porque le encantaba señalar por donde iría.
- “¿Con qué dedo señalamos?”, pregunta la maestra.
- “Con éste”, dicen los niños, mostrando diferentes dedos: algunos muestran el índice, otros el pulgar, otros el medio. Pero la maestra no ve lo que los niños muestran. Ha lanzado una pregunta al aire, simplemente para mantener a lo largo de la lectura este “diálogo” con los niños que la deje segura de que ellos están allí, de que ella está en control de la clase. Sigue leyendo:
- Bien, muy bien, dijo Pulgar con voz de matachín.
- Yo seré el villano. Pueden llamarme Cipriano.
Y dicho esto, apresó a sus cuatro hermanos en lo hondo de la mano.
(El dibujo muestra la mano convertida en puño).
- Quiero ver cómo se escapan, jo-jo.
Los niños se han desconectado ya totalmente. Varios están hurgando en sus mochilas, una niña hojea un cuaderno, dos o tres escriben o dibujan, la mayoría se mueve en sus asientos. La maestra sigue leyendo impasible.
Por ahí se oyó una orden:
- ¡Basta!
- ¡Suelta a tus hermanos!
En una mano cerrada pueden morir asfixiados.
(El dibujo muestra la mano nuevamente abierta).
- ¿Quiénes son ustedes?, preguntó Pulgar con voz de villano.
- ¡Nosotros somos los dedos de la otra mano!
- ¡Yo me llamo Chiquito-y-bonito!, dijo el más bajito.
- Yo soy el Señor-del-anillito, dijo el vecino.
- “Carla, ¿por qué le dice el chiquito que es el vecino?”, agarra la maestra por sorpresa a Carla, que está recogiendo un lápiz del suelo.
- “Por los anillos”, responde Carla, atolondrada.
- “A mi mamá le gustan mucho los anillos”, aporta espontáneamente un niño sentado cerca de Carla. Imposible saber qué lleva a este niño a voluntariar un comentario, en un encuadre que -todos los niños lo saben- sólo admite la pregunta y la respuesta. Sin darse por aludida con las disquisiciones sobre los anillos, la maestra continúa la lectura.
- ¡Yo soy el Tonto-y-loco!, dijo el grandote, que no era ni tonto ni loco.
- ¡Yo soy el escarbamocos!, dijo el que tenía cara de goloso.
Niños y niñas se ríen y hacen caras de asco al oír la palabra ”escarbamocos”.
- “Esa es una mala costumbre. En sus casas deben corregirles”, aprovecha la maestra para introducir la clase de Buenas Costumbres.
- “Mi mamá me pega cuando me meto el dedo en la nariz”, comenta un niño, congraciándose con la maestra. Pero ella retoma, inmutable, la lectura:
- ¡Y yo soy el Mata-piojos!, dijo el gordito que tenía nombre, voz y cara de maloso.
Algunos niños se ríen con lo del ”Mata-piojos”.
- “Atiendan, que no estamos jugando”, aclara la maestra, por si acaso a algún niño o niña le quedara aún alguna duda al respecto. La risa, definitivamente, no cabe para la maestra como respuesta natural de los niños frente a la lectura. No puede percibir en la risa la buena nueva que revela que lo niños han hecho contacto y que comprenden.
- ¡Mucho gusto!, dijeron todos.
Luego se abrazaron y uno a uno se preguntaron:
- ¿A qué vamos a jugar?
(El dibujo muestra las dos manos entrelazadas).
- Yo quiero jugar a Pipis y Gañas.
- Yo a las manitas calientes.
- ¡Mejor toquemos la flauta!
Todos tenían mil ideas y hablaban sin parar.
Pero Tonto-y-loco habló más alto, y los otros escucharon:
- Todos nosotros somos todos los dedos de las dos manos. ¡Entonces!
- ¿Por qué discutimos tanto a qué jugaremos, si todos juntos, juntitos, del más grande al más pequeño...
... a todo podemos jugar!
- “Y colorín colorado..”, empieza la maestra.
- “...este cuento se ha acabado”, completan los niños. Acaso se preguntan cuál fue el cuento y en qué momento se acabó.
- “¿Sí les gustó el cuento?”, pregunta la maestra, iniciando su batería para medir comprensión lectora.
- “Sííííííííííííí”, gritan todos.
- “¿Quién me dice de qué se trató el cuento?”
- (Silencio)
- ”¿Nadie quiere decirme de qué se trató?”
- (Silencio)
- “A ver, repitan después de mí: Y colorín colorado, este cuento se ha acabado”.
Desconcertada frente al rotundo silencio, la maestra no sabe qué hacer. Quema tiempo mientras digiere su desconcierto y arma una estrategia.
- “Y colorín colorado, este cuento se ha acabado”, corean otra vez los niños.
- “Vamos a ver, Diego. ¿De qué se trató el cuento?”, insiste, ahora uno por uno.
- (Silencio)
- “Párate, párate. Dinos, ¿de qué se trató?”
- (Silencio)
-”¿Sí te gustó el cuento?”, quiere verificar.
- “Psí”, balbucea Diego.
- “Entonces, ¿de qué se trató?”. La maestra asume que si le gustó, entonces debe saber de qué se trató.
- “El chiquito se metió donde no le llamaban”, dice Diego. Se le ha quedado grabado el intercambio que tuvo lugar a propósito de esta línea de la lectura.
- “A ver, otro. Tú, Areli. ¿De qué se trató el cuento?. Dinos como tú quieras hablar”. Alienta a la niña a decirlo en sus propias palabras. Sospecha que el problema pueda ser de expresión.
- (Silencio)
- “Te hice una pregunta, Areli. ¿No me vas a contestar?”. Siente ahora su autoridad amenazada por el silencio de la niña.
- (Silencio)
- “Si no quieres hablar, te vas a quedar ahí parada”. Castigo por “no querer hablar”.
- (Silencio)
- “Muy bien, entonces ahí te quedas parada hasta que quieras contestar”. La deja, en efecto, parada. Y como Areli nunca hablará, se quedará allí parada hasta que termine la clase.
- “A ver, tú, ¿de qué se trató el cuento?” Intenta con otro niño, aparentemente despierto e inquieto.
- “De unos dedos”, responde el interpelado. Imposible una respuesta más correcta que ésta a propósito de este “cuento”.
- “Sí, de unos dedos. Pero, ¿qué hacían los dedos?”. La respuesta "de unos dedos" le parece a la maestra muy corta. ¿Qué clase de respuesta quiere? ¿Una respuesta que abarque todo lo dicho por los dedos?.
- (Silencio)
- “¿Qué fue lo que más te gustó del cuento?”. Intenta otra estrategia, con el mismo niño. Piensa que es más fácil para un niño decir lo que le gustó (parte) que de qué se trató (todo).
- (Silencio)
- “Entonces quiere decir que no entendiste el cuento. ¿Me vas a hablar o no? Si no, estoy perdiendo el tiempo...” Se está poniendo molesta, irritada. El enojo es expresión de una tremenda frustración. Ella empezó la lectura ilusionada, imaginó sin duda otro tipo de reacción por parte de los niños.
- (Silencio)
- “Jessica. Párate y dinos, ¿de qué se trató el cuento?”. No ceja en su intento. Debe mostrarse a sí misma que alguien puede explicar de qué se trató el cuento.
- (Silencio)
- “A ver, Ruth. Dime de qué se trató el cuento...”. Debe seguir tratando. El asunto se ha convertido ya en afrenta personal.
- “De que el más chiquito se llama Pulgar”, dice Ruth. Esto es, en efecto, parte del cuento. Pero la maestra ya ha pasado a otro niño, mostrando evidente inconformidad con la respuesta. ¿Cuál es la respuesta que quiere?.
- “A ver, Mauricio”. Parece dispuesta a pasar uno por uno, por todos los niños y niñas de la clase.
- “Se metió en una cueva para que nadie le hablara”, dice Mauricio.
- “¿Quién se metió en una cueva?”. Pregunta entre intrigada e ilusionada. Es el primer niño que aparentemente se acerca a la respuesta que la maestra tiene en mente.
- “Pulgarcito”, dice en voz muy baja Mauricio. Mauricio está jugando a las adivinanzas y a las asociaciones: Pulgar se asemeja a Pulgarcito. Nunca oyó de Pulgar, pero sí oyó de Pulgarcito. El niño se aventura, intenta, a ver si pega.
- “Yo no dije nada de ninguna cueva. Ni tampoco de Pulgarcito. Tú lo estás confundiendo con otro cuento”. Así es. A estas alturas, la maestra tiene ya claro que los niños no han seguido la lectura, que no han entendido. Su hipótesis fuerte es la de la falta de atención.
- “A ver, Gaby. ¿De qué se trató el cuento?”. No se da por vencida.
- (Silencio)
- “Pues ahí te quedas parada hasta que contestes”. Y queda parada. A pocos pupitres de Areli, que continúa parada junto al suyo.
- (Silencio)
- “Tienen que hablar. Si no quieren hablar, no volvemos a jugar”.
- (Silencio)
- “A ver, Alejandra. Me vas a hablar, ¿sí o no?”.
- (Silencio)
- “Uy, Dios mío, no vuelvo a contarles cuentos. Vamos a trabajar, entonces”.
- (Silencio)
- “A ver, Cynthia. Dinos de qué se trataba el cuento”.
- “Se trataba de... unos dedos”, dice Cynthia, con la voz temblorosa.
- “A ver, tú, Nancy, ahora sí. Dinos lo que tú entendiste. Ponte de pie. En voz fuerte para que todos te escuchen”.
- “De unos dedos, del Pulgar”, dice Nancy, temerosa.
- “A ver, Alejandro”.
- “A mí me dio risa”, resume olímpicamente Alejandro.
- “¿Y por qué te dio risa?”
- “Porque decía que se metía el dedo en la nariz”.
- “Vas bien, vas bien. Sigue”, le estimula la maestra. Finalmente ha recuperado la risa como clave en la relación con los niños y con el cuento.
- “También que le hablaron a Pulgar y Pulgar no contestó”, agrega Alejandro.
- “A ver, ¿quién más? Tú párate, m'hijito, y habla”. La maestra ha recuperado la esperanza. Está dispuesta a un borra y va de nuevo. Las últimas respuestas le han estimulado.
- (El niño murmura algo)
- “No te oigo nada. No sé lo que me estás hablando”.
- “¿Alguien más quiere explicar el cuento?”
- (Silencio)
- “¿Saben por qué no lo entendieron bien?”, recapacita y admite finalmente la maestra. Porque no se saben los nombres de los dedos, dice, intentando al menos una explicación posible. “Voy a volverlo a leer. Y te voy a volver a preguntar Areli, Angélica, Gabriela...”
Y así es como reinicia la lectura, esta vez corrigiendo algunos errores suyos que ahora percibe como tales. Por ejemplo, pide que los niños muestren sus dedos a medida que los va mencionando. Asimismo, se ha dado cuenta de que tiene que mostrar los dibujos pues no se puede entender el texto sin ellos. Así, en esta segunda lectura, voltea el libro de cara a los niños al pasar cada página y permite que los niños se paren y hasta se acerquen a ver los dibujos. Al llegar al final del cuento, la maestra no oculta un suspiro de alivio.
- “Y ahora sí, colorín colorado....”
- “¡este cuento se ha acabado!!!!”, completan los niños, dejando ver, también, la alegría del final de esta tortura. Pero el fin no ha llegado aún...
- “Para mañana van a hacerme la siguiente tarea: van a dibujar sus dos manos, una en cada hoja. En una hoja le dicen a su mamá que les diga el nombre de los dedos. En la otra mano anotan lo que hace cada dedo. ¿Entendieron?”.
- “Síiii” , responden -vacilando- unos pocos.
- “No se los vuelvo a repetir. Y si mañana no traen la tarea, ya saben lo que pasa”, sentencia la maestra.
En el tramo final ha tocado el timbre del recreo. Los niños se paran y salen volados al patio. Nos quedamos solas la maestra y yo, ella en su mesa, yo sentada en el último pupitre. Antes de que yo tenga tiempo de decir algo, ella se adelanta, me mira de frente y me dice:
- “No me salió bien hoy”. Sólo ella y yo sabemos cuánto le cuesta decir esto. “El otro día les leí otro cuento y les gustó, les interesó”.
Ella ha abierto el diálogo. Antes me abrió su aula, su intimidad de maestra. Ahora me ha abierto su corazón.
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