Mariposas monarca - México |
Para mis hijos Juan Fernando y Julián
Según me informan personeros de la Secretaría de Educación Pública de México y según puedo leer yo misma en los documentos que me proporcionan, existen en México cerca de 1 millón y medio de niños jornaleros agrícolas migrantes, niños que cada año se movilizan junto con sus familias, o solos, siguiendo las cosechas, buscando trabajo. Pasan entre dos y hasta seis meses migrando de un estado a otro de la República; algunos no regresan a su lugar de origen por largos períodos de tiempo. No hay ni ha habido hasta hoy escuela o sistema educativo pensado específicamente para estos niños. En consecuencia, los niveles de analfabetismo entre esta población son muy altos, así como los de deserción y repetición entre los que llegan a matricularse en la escuela. Una escuela fija, sedentaria, homogénea, con calendario único, que espera a los alumnos pero que no sale a su encuentro, que desconoce las realidades del trabajo infantil, la ausencia temporal, los flujos migratorios. Por primera vez en 1998 se empezó a diseñar un modelo educativo específico, itinerante, para esta problemática vieja y compleja de los niños jornaleros migrantes.
Según me consta por experiencia propia, existe otro tipo de migrantes y otra realidad no tocada, ni siquiera reconocida, por los sistemas escolares: los niños migrantes internacionales, niños que, forzados por diversas circunstancias y por lo general siguiendo a sus padres, transitan entre sistemas escolares de diferentes países.
Hasta mediados del siglo pasado, estudiar en el extranjero estaba reservado para las élites latinoamericanas, que viajaban o enviaban a sus hijos a estudiar en Europa o, más recientemente, en Estados Unidos. No obstante, en las últimas décadas, dictaduras, guerras, represiones y persecuciones de todo tipo en América Latina y el Caribe hicieron del exilio un hecho común, particularmente en los países del Cono Sur y en los de Centroamérica. Penurias y crisis, en un mundo cada vez globalizado y marcado por el desarrollo vertiginoso de los medios de comunicación y las tecnologías, vinieron a acentuar la movilidad interna e internacional de millones de personas y familias en todo el mundo. Tener una experiencia internacional, y manejar varios idiomas, ha pasado a considerarse requisito indispensable para muchos trabajos y parte importante de la competencia profesional de una persona. No obstante, igual que con los niños que van detrás de las cosechas, desplazándose dentro de su propio país, los sistemas escolares han continuado en su mayor parte ignorando la realidad de los niños que van detrás de sus padres, desplazándose de un país a otro, de un continente a otro.
Hasta mediados del siglo pasado, estudiar en el extranjero estaba reservado para las élites latinoamericanas, que viajaban o enviaban a sus hijos a estudiar en Europa o, más recientemente, en Estados Unidos. No obstante, en las últimas décadas, dictaduras, guerras, represiones y persecuciones de todo tipo en América Latina y el Caribe hicieron del exilio un hecho común, particularmente en los países del Cono Sur y en los de Centroamérica. Penurias y crisis, en un mundo cada vez globalizado y marcado por el desarrollo vertiginoso de los medios de comunicación y las tecnologías, vinieron a acentuar la movilidad interna e internacional de millones de personas y familias en todo el mundo. Tener una experiencia internacional, y manejar varios idiomas, ha pasado a considerarse requisito indispensable para muchos trabajos y parte importante de la competencia profesional de una persona. No obstante, igual que con los niños que van detrás de las cosechas, desplazándose dentro de su propio país, los sistemas escolares han continuado en su mayor parte ignorando la realidad de los niños que van detrás de sus padres, desplazándose de un país a otro, de un continente a otro.
Mis propios hijos, migrantes internacionales por obra y gracia de las decisiones de vida de sus padres, han sido víctimas del testarudo provincianismo de los sistemas escolares. El itinerario escolar de mi hijo menor, por ejemplo, cruzó el mapa de las Américas de norte a sur, para terminar en Barcelona, del otro lado del Atlántico. Su experiencia escolar, desde la guardería hasta el fin de la educación secundaria, le tocó padecerla en cinco países - México, Nicaragua, Ecuador, Estados Unidos, Argentina - cada uno con su propio e idionsincrático sistema escolar, cada uno manejándose como si todos los alumnos fuesen nacionales, sin previsiones ni adaptaciones ni sensibilidades hacia el extranjero, hacia el migrante internacional.
Espectadores del absurdo, vimos a nuestros hijos peregrinar dolorosamente por las versiones escolares de la Geografía y la Historia de cinco países, recitar ríos y montañas, héroes y mártires, himnos y símbolos patrios, leyes y acuerdos, hechos históricos y personajes misceláneos y desconocidos, datos sin referencia previa ni recuerdo ni emoción ni vínculo personal de ningún tipo, de los cuales debían despojarse, poco después, para hacer espacio en la memoria a la nueva lista de nombres, lugares y fechas.
En México había que aprender las culturas pre-hispánicas como cualquier buen mexicano orgulloso de su país y sus antepasados. En Nicaragua, saber diferenciar entre Somoza y Sandino era el eje mismo del currículo y de la socialización a nivel escolar. En el Ecuador, el pase de año podía jugarse en el reconocimiento minucioso de las hoyas y nudos que forma la cordillera de los Andes al pasar por este país. En Estados Unidos, latinos, asiáticos y africanos por igual deben mostrar ser capaces de recitar cronológicamente todos los presidentes norteamericanos a partir de George Washington. En Argentina, ningún adolescente escolarizado, nacional o extranjero, puede escapar a la lectura del Martín Fierro y a las biografías de Sarmiento y del General Perón. En todos los casos, se espera del alumno extranjero que hable sin acento, conozca y comparta la historia y la cultura del país anfitrión, revalide materias, aprenda a destiempo lo ya aprendido por sus compañeros, dé y apruebe exámenes no sólo con un esfuerzo adicional al de un alumno nacional, sino sin siquiera poder preguntarse y preguntar por qué.
En México había que aprender las culturas pre-hispánicas como cualquier buen mexicano orgulloso de su país y sus antepasados. En Nicaragua, saber diferenciar entre Somoza y Sandino era el eje mismo del currículo y de la socialización a nivel escolar. En el Ecuador, el pase de año podía jugarse en el reconocimiento minucioso de las hoyas y nudos que forma la cordillera de los Andes al pasar por este país. En Estados Unidos, latinos, asiáticos y africanos por igual deben mostrar ser capaces de recitar cronológicamente todos los presidentes norteamericanos a partir de George Washington. En Argentina, ningún adolescente escolarizado, nacional o extranjero, puede escapar a la lectura del Martín Fierro y a las biografías de Sarmiento y del General Perón. En todos los casos, se espera del alumno extranjero que hable sin acento, conozca y comparta la historia y la cultura del país anfitrión, revalide materias, aprenda a destiempo lo ya aprendido por sus compañeros, dé y apruebe exámenes no sólo con un esfuerzo adicional al de un alumno nacional, sino sin siquiera poder preguntarse y preguntar por qué.
En un mundo pauperizado y polarizado, escenario de contradicciones y conflictos de todo tipo, los sistemas escolares continúan funcionando como si no existieran el trabajo infantil, la migración nacional e internacional, el exilio, los refugiados, los desplazados de guerra. En un mundo crecientemente interconectado y globalizado, en el que el trabajo escasea y se precariza, en que el aprendizaje permanente pasa a ser reconocido como una necesidad de todos y ya no sólo como un lujo que pueden permitirse unos pocos, los sistemas escolares continúan operando con la premisa de que la distancia entre los alumnos y la escuela la tienen que recorrer los alumnos, no la escuela; que todos los alumnos tienen domicilio y país fijos; que las personas echan raíces en su lugar de nacimiento; que todos hablan (o deberían hablar) el mismo idioma o dialecto; que los sistemas escolares no requieren plantearse con urgencia asuntos como la compatibilidad, la intercambiabilidad, las equivalencias que resultan de la movilidad vertical y horizontal entre distintos sistemas y modalidades educativas.
Entrado el siglo 21, los sistemas escolares no se han hecho aún cargo de las realidades del siglo 20. La retórica acerca de los desafíos que plantea el nuevo milenio es, en buena medida, la retórica que corresponde a desafíos pendientes de siglos anteriores. El reconocimiento de la diversidad, piedra angular del discurso educativo moderno y de los procesos de reforma en todos los ámbitos, apenas si ha empezado a horadar a un sistema escolar pensado y organizado desde la negación misma de lo diverso, de lo diferente, de lo cambiante. La problemática no atendida, ni siquiera asumida, de los niños migrantes, es apenas un botón de muestra.
No comments:
Post a Comment