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"Vamos a rescatar la educación pública, para que sea de calidad y calidez". Rafael Correa.
Discurso en Guayaquil en la concentración a favor de la evaluación docente, el 29 de mayo de 2009.
Rendición de cuentas, Ministerio de Educación, Quito, 2009.
"Educación con calidad y calidez" se ha convertido en una frase que se dice y se repite sin pensar. Lo cierto es que el amor (la calidez) es parte consustancial de la calidad en educación. Calidad y calidez son inseparables.
En América Latina llevamos décadas de leer, escribir y debatir sobre qué es calidad en educación. Montañas de papel e infinidad de eventos sobre el tema, listados de indicadores, y cada quien sigue manejando el término calidad como le parece. Tal vez su función más importante, a lo largo de todos estos años, ha sido servir de comodín para lograr fáciles consensos en declaraciones nacionales e internacionales, y fáciles adhesiones de un electorado poco informado y poco interesado en analizar los temas de la educación.
Una cosa está instalada en las esferas tecnocráticas: la calidad - sea lo que sea, defínase como se defina - debe medirse. Y no se ha encontrado mejor manera de hacerlo que con pruebas, tanto para alumnos como para docentes, las cuales producen puntajes y estos, a su vez, ránkings. Poco importa el proceso; importan los resultados. No interesa indagar qué revelan los puntajes; solo interesa que sean altos. Aunque aprobar no sea equivalente a aprender.
Además de los resultados de las pruebas, viene asumiéndose que la calidad educativa depende del dinero, la infraestructura y las tecnologías.
Una cosa está instalada en las esferas tecnocráticas: la calidad - sea lo que sea, defínase como se defina - debe medirse. Y no se ha encontrado mejor manera de hacerlo que con pruebas, tanto para alumnos como para docentes, las cuales producen puntajes y estos, a su vez, ránkings. Poco importa el proceso; importan los resultados. No interesa indagar qué revelan los puntajes; solo interesa que sean altos. Aunque aprobar no sea equivalente a aprender.
Además de los resultados de las pruebas, viene asumiéndose que la calidad educativa depende del dinero, la infraestructura y las tecnologías.
En verdad, como reiteran investigaciones y evaluaciones, la calidad de una institución y de un proceso educativo está sobre todo en las relaciones y en el trato, y la pieza fundamental siguen siendo los docentes. Nada sustituye a un buen docente. Las citas alusivas abundan.
¿Qué es un buen docente? Muchos dan por «buen docente» al que logra que sus alumnos obtengan buenas calificaciones. Otros consideramos que el «buen docente» se juega y revela en muchos planos: disfruta enseñando; enseña a pensar, y a pensar autónoma y críticamente; alienta, genera confianza y autoconfianza; deposita altas expectativas en sus alumnos; les ayuda a descubrir sus talentos; se empeña en que nadie se quede atrás; fomenta la cooperación antes que la competencia; enseña valores a través del propio ejemplo; inyecta entusiasmo en lo que enseña. Buen docente, en definitiva, es aquel que concibe la enseñanza no como «llenar un vaso» sino como «encender un fuego», parafraseando la cita de Aristóleles.
El buen docente ama su oficio y ama a sus alumnos. Comprende el valor y la enorme responsabilidad de su tarea. Da lo mejor de sí y continúa aprendiendo mientras enseña.
El amor no se deja medir. Ni la empatía ni la dedicación ni las expectativas ni la seguridad contagiosa de que aprender vale la pena y de que todos podemos aprender. Y, como se sabe, hoy en día en educación todo lo que no se puede medir parece irrelevante y es colocado a un costado.
Lo dicho. No existe "educación con calidad y calidez". Por la simple razón de que sin calidez no hay calidad posible.
¿Qué es un buen docente? Muchos dan por «buen docente» al que logra que sus alumnos obtengan buenas calificaciones. Otros consideramos que el «buen docente» se juega y revela en muchos planos: disfruta enseñando; enseña a pensar, y a pensar autónoma y críticamente; alienta, genera confianza y autoconfianza; deposita altas expectativas en sus alumnos; les ayuda a descubrir sus talentos; se empeña en que nadie se quede atrás; fomenta la cooperación antes que la competencia; enseña valores a través del propio ejemplo; inyecta entusiasmo en lo que enseña. Buen docente, en definitiva, es aquel que concibe la enseñanza no como «llenar un vaso» sino como «encender un fuego», parafraseando la cita de Aristóleles.
El buen docente ama su oficio y ama a sus alumnos. Comprende el valor y la enorme responsabilidad de su tarea. Da lo mejor de sí y continúa aprendiendo mientras enseña.
El amor no se deja medir. Ni la empatía ni la dedicación ni las expectativas ni la seguridad contagiosa de que aprender vale la pena y de que todos podemos aprender. Y, como se sabe, hoy en día en educación todo lo que no se puede medir parece irrelevante y es colocado a un costado.
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