Un pacto con el maestro Marco López

 
Rosa María Torres
Ministra de Educación y Culturas

Quito, 31 mayo, 2003

Conocí al maestro Marco López en la Cima de la Libertad, el pasado sábado 24 de mayo. El y yo habíamos llegado al lugar temprano, por la misma razón: asistir al acto de conmemoración de la gesta libertaria del 24 de mayo, acto solemne con la presencia del Presidente de la República, el gabinete y otras autoridades, las Fuerzas Armadas, entre otros. Yo estaba allí como Ministra de Estado, cumpliendo con un compromiso gubernamental; él había llegado allí porque “me gustan estos actos”, motivado por un sentido patriótico inculcado por un padre militar, y - agrego yo – alimentado por su propia vocación de maestro.

Terminado el acto, cuando ya casi todos, invitados y periodistas, se habían ido, él se me acercó, tímido, inseguro, pidiendo disculpas por el atrevimiento, y me pidió que interceda a fin de que se eleven los salarios del magisterio y se termine cuanto antes el paro. Le expliqué, por mi parte, lo que he venido haciendo y lo que todo maestro de este país debería saber a estas alturas: que el Ministerio de Educación es uno de los más mal pagados y más pobres de todo el Estado, que no decide sobre el presupuesto educativo ni sobre cuánto ganan los maestros, ni siquiera sobre cuándo cobran. Que todo esto lo decide, lo viene decidiendo desde hace muchos años, el Ministerio de las Platas. Y que mi papel es luchar, junto con los maestros, los padres de familia, los alumnos, la sociedad toda, a fin de que el Ministerio de las Platas, los demás ministerios, el Presidente de la República, el Congreso Nacional, asuman de una vez por todas que la educación es la inversión más importante que puede hacer un país para salir del atraso, de la pobreza, de la dependencia externa.  

Superada la timidez inicial, empezamos a conversar. Supe que es profesor en la escuela Rosa Zárate, ubicada en San Roque, en Quito. Vive en Toctiuco Alto. Recibe 180 dólares mensuales. Es casado y tiene un hijito. Le habría gustado venir ahora con su mujer, pero no les alcanzaba para el pasaje de bus. Ella se quedó, pues, con el guagua, y él se tomó el bus con los últimos centavos, para llegar, a tiempo, jadeando el último tramo, hasta la Cima de la Libertad. Está pensando dejar el magisterio y buscar empleo en alguna otra cosa, pues la situación económica ya no da para más. Su mujer hace costura y aporta algo al ingreso del hogar. No quisiera hacerlo, pues le gusta enseñar, le gusta ser maestra, y le entusiasma hacer algo por sus alumnos, de familias pobres, pero la situación económica ya no da para más.

Todo esto me va contando mientras vamos en el auto ministerial, pues me ofrecí a llevarle a su casa, en Toctiuco Alto, allá arriba, serpenteando calles angostas, de piedra, y serpenteando la pobreza de los barrios empinados de Quito. Llegamos. El auto no puede subir más, él debe subir una cuadra más a pie. Me pide, acholado, que le espere un ratito, que quisiera presentarme a su mujer y a su hijito. En un rato regresa, agitado. La mujer carga al guagua, un guagua lindo, gordito, con ojos brillantes, arropado de pies a cabeza. Tiene un año y medio. La ilusión del maestro es que yo le cargue, pero el niño no se deja. Sin saber cómo halagarme, va y viene de la tienda de la esquina comprándome una Fioravanti con vaso de plástico.

“Es la Ministra de Educación”, decía eufórico a los vecinos que salían a husmear. Entre ellas, una señora que resultó ser la conserje del centro infantil que está frente a la tienda, y que pidió si me lo podía enseñar. Un centro bien equipado, amplio, moderno, que contrasta con la pobreza del barrio. Ni el maestro Marco ni su mujer han entrado jamás  al centro. Aquí irá seguramente Marquito cuando cumpla dos años. Pienso que está en mi poder emitir un acuerdo que establezca que los hijos e hijas de los maestros tengan prioridad para ser admitidos en estos centros infantiles. Como Ministra tengo poco dinero y poco poder sobre el Ministerio de las Platas, pero tengo la posibilidad de hacer cosas como éstas, que permitan mejorar la calidad de vida de los maestros y de sus hijos.

La mujer arranca en llanto. Le pregunto por qué llora y me dice que de la emoción. “Parece un sueño”, dice, haber hablado con una Ministra.

Me despido de todos. Ya desde el auto, abro la ventana y le pido nuevamente al maestro Marco que no deje el magisterio, que siga adelante, que no pierda la fe. El me dice que no renunciará. Y me pide que yo tampoco renuncie. Le acepto el desafío.

Tengo, pues, un pacto con el maestro Marco López, que es en verdad un pacto con todos los maestros y maestras de este país, con los niños, los jóvenes y los adultos deseosos de aprender, con la escuela pública y con la sociedad ecuatoriana. Desde el Ministerio ahora, desde el llano antes y después, no cejaré en mi empeño por cambiar la educación, por recuperar la dignidad y la esperanza de los pobres en una educación que les prepare para un futuro mejor.


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