Para sembrar la semilla, hay que remover la tierra. Sembrar nuevos conocimientos implica conectarlos con creencias y conocimientos previos, que están en el fondo; identificar saberes e ignorancias, descartar lo falso, lo anticuado, lo inútil, y hacer espacio para lo nuevo y lo útil. Des-aprender, aprender y re-aprender, en términos contemporáneos.
Lo que todo agricultor sabe y hace al momento de sembrar, la humanidad pasa por alto al momento de educar. No hay tiempo para remover la tierra, no se sabe cómo hacerlo ni para qué.
El niño que llega a la escuela es considerado un pozo vacío. El primer día de clases inicia la tarea de relleno. ¿A quién le interesa indagar lo que ese niño sabe y lo que quiere saber? Lo que importa es lo que el profesor sabe (o cree que sabe) y lo que el sistema escolar considera que los alumnos deben aprender.
Lo cierto es que esos niños y niñas confiados a la escuela para aprender llegan con un cúmulo de saberes y experiencias laboriosamente construidos en la primera infancia, los años fundantes y más importantes en el desarrollo de toda persona.
El niño que estrena escuela no sabe leer ni escribir pero habla y se comunica fluidamente en su lengua, ha reflexionado sobre ella y tiene ideas claras acerca de qué son y para qué sirven la lectura y la escritura. Tal vez no sabe hacer cuentas sobre un papel, pero ya es amigo de los números y ha aprendido a hacer cuentas mentalmente. Y sabe mucho más sobre la vida y las relaciones humanas que lo que cualquier adulto se permite sospechar. Para enseñar a un niño, hay que remover la tierra para encontrar las raíces del juego, la curiosidad, la imaginación, el entusiasmo y la sabiduría infantiles.
Al adulto que decide alfabetizarse se lo trata como si fuese ignorante o como si fuese un niño (lo que, para muchos, es la misma cosa). La propia noción de analfabetismo suele asociarse a ignorancia, ceguera, y hasta estupidez y discapacidad. Muchos materiales de alfabetización y educación básica de adultos son una ofensa a la inteligencia humana, versión adulta del “Mi mamá me mima” o del “Lola lame la mula” con que se ofende, a su vez, la inteligencia infantil. Enseñar a personas adultas implica aceptar que, aún aquellas que no saben leer y escribir, son personas cabales, con criterio, conocimientos, talentos, valores, habilidades, como cualquier otra persona. Para enseñar a una persona adulta hay que remover la tierra y dejar que aflore su historia de vida, sus temores y sus hazañas, sus seguridades e inseguridades.
Con los futuros docentes no se empieza por indagar qué saben, dónde aprendieron lo que aprendieron, y por qué quieren estudiar magisterio antes de empezar a enseñarles. Se va directo a los contenidos, a las teorías, a los autores. Si la formación docente incluyera rememorar junto con ellos su infancia, sus recuerdos familiares, su trayectoria escolar, podrían desentrañarse elementos importantísimos para orientar su carrera y facilitar un acercamiento más sensible y empático con sus alumnos.
Para enseñar a los educadores hay que remover la tierra para que afloren sus motivaciones y temores, sus conocimientos y prejuicios, sus certezas e inseguridades, sus preguntas vitales.
La educación, mañosamente, se acostumbró a mirarse en el espejo de quien enseña, no de quien aprende; a colocarse en la perspectiva de lo que debe ser antes que de lo que es; a definirse por el punto de llegada (el nuevo conocimiento) negando el punto de partida.
Para que la enseñanza se convierta en aprendizaje, es necesario remover la tierra, penetrar en los saberes, las creencias, las motivaciones, las dudas y temores de quienes aprenden. Quien siembra sin remover la tierra, esparce semillas sobre la superficie, sin esperanza de que echen raíces, crezcan y florezcan.
* Versión editada del artículo publicado en 2011 en el suplemento Familia del diario El Comercio de Quito.
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