Los contorsionistas (A propósito de habilidades y talentos)

Lorenzo Mattotti


Nunca llegué a ver la foto, pero la tengo revelada dentro de mi cabeza: los dos niños, adelante y en el centro, despatarrados frente a nosotros y frente a la cámara de fotos, y toda la escuela alrededor de ellos, niños y niñas felices, divertidos con el espectáculo y orgullosos de posar frente a la cámara. No llegué - repito - a ver la foto, pero la tengo grabada en mi memoria como una vivencia que merece ser compartida.

Pequeña escuela pública ubicada en un barrio empinado y pobre de Quito. No bien entramos, varios niños corren y se agolpan, curiosos, alrededor de nosotros, los visitantes. Alguien descubre la cámara y todos empiezan a pedir que les fotografiemos. El fotógrafo tiene un único rollo, seguramente reservado para tomas importantes, para la reunión posterior con las autoridades, para las demás paradas incluidas en esta visita al barrio. Los niños insisten, pero él no se da por aludido.

Después de conversar un poco, nos disponemos a avanzar para cumplir con las actividades programadas en la escuela. Súbitamente, dos niños se abren paso, hacen campo en el piso de cemento del patio y se tiran al suelo para hacer contorsiones ante nuestros ojos. Expedito, el fotógrafo se apresta, ahora sí, a fotografiar. Los contorsionistas han logrado su propósito: atraer la atención y la admiración de los visitantes y provocar a la cámara. La foto debe mostrar seguramente lo que yo recuerdo con nitidez: la cara de felicidad de estos niños, mostrando orgullosos a propios y extraños sus habilidades de contorsionistas. Centro de atención y de admiración por un instante, la foto tiene precisamente el poder y la magia de captar y preservar instantes que pueden cambiar una vida.

El profesor de Educación Física, presente e hinchado de orgullo, ha hecho seguramente por estos niños más que sus colegas de Lengua, Matemáticas, Ciencia Sociales o Ciencias Naturales. Les ha ayudado a descubrir y valorar sus cuerpos como cultura y como obras de arte, a saber y creer que son buenos para algo, a confiar en sus propias capacidades, a encontrar un punto de apoyo desde el cual poder sentirse seguros y despegar.

No debería ser utópico pensar en escuelas donde niños y jóvenes sean estimulados, desde pequeños, a desarrollar y mostrar sus habilidades y talentos, cada cual en su especialidad: contorsionarse, inventar historias, silbar, realizar trucos, destrabar trabalenguas, leer en voz alta, dibujar, pintar, recitar, cantar, bailar, escribir al revés, saltar la soga, contar chistes, hacer muecas, imitar sonidos de animales, dar volteretas, rodar aros, jugar con la pelota, ayudar a los demás, coleccionar piedras, clasificar hojas, armar y desarmar artefactos, memorizar nombres, hacer sombras chinas con las manos, contar hasta 30 sin respirar... Identificar lo que cada uno puede y le gusta hacer, y ayudarle a construir a partir de ahí sus aprendizajes y certezas, debería ser la misión por excelencia de la escuela.


* Incluido en: Rosa María Torres, Itinerarios por la educación latinoamericana: Cuaderno de viajes, Editorial Paidós, Buenos Aires-Barcelona-México, 2000.

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