Esta foto de AFP publicada por @TheEconomist durante la pandemia me impactó. Niñito mexicano, concentrado, haciendo el deber en su improvisado «rincón escolar» en el hogar. Hogar sobrecogedoramente pobre, hecho de tablas y desechos, piso de tierra, letrina exterior seguramente, posiblemente sin agua potable, sin luz eléctrica y sin la más mínima comodidad. «Rincón escolar» recomendado por los especialistas como condición favorable para hacer y sacar provecho de los deberes, instalado en este caso en el corazón de la cocina, junto al fogón de leña y a la olla humeante; mesita y silla de tamaño infantil, cuaderno, lápiz y cartuchera como artilugios de estudio.
Imagino a este niño madrugando, muerto de sueño, saliendo de su casa con el estómago vacío, caminando para llegar a tiempo a una escuelita desprovista de todo, como su hogar. Ni pensar en conectividad, Internet y artefactos digitales en condiciones tan precarias.
Este niño «vulnerable» (así se les llama hoy a los niños pobres) es uno de millones de niños y niñas en el mundo en cuyo nombre se elaboran declaraciones y anuncian planes que hablan del derecho a la educación, se conforman comisiones y organizan reuniones en hoteles cinco estrellas en las que se habla de los pobres, de calidad, equidad e inclusión educativas, y se reitera, una vez más, que estos niños tendrán prioridad.
Los niños y niñas «vulnerables» necesitan y merecen la mejor educación. Esa que se hace en la propia lengua, que transcurre sin miedo ni amenazas, que acepta el error como inevitable y hasta indispensable, que respeta las preferencias y los ritmos de los alumnos, que genera confianza y autoconfianza, que recurre a todos los medios y consigue convertir la enseñanza en aprendizaje, en aprendizaje significativo, placentero y duradero.
Los niños y niñas «vulnerables» necesitan y merecen los mejores maestros y maestras, los más empáticos, los más entregados, los más creativos, los más entusiastas. Esos que aman a los niños, que les ayudan a creer en sí mismos y a crecer, que se alegran con sus triunfos y les animan a perseverar. Esos que continúan aprendiendo, que disfrutan enseñando, que se hicieron maestros por vocación y que sostienen esa vocación con la satisfacción que provoca la docencia cuando se asume como compromiso de vida.
Una educación, en fin, que valga la pena. Que aligere el madrugón, la caminata de ida y vuelta de la escuela, el peso de la mochila, el cansancio, el frío y el calor. Una educación compatible con el juego, que premia el esfuerzo y la colaboración, que logra hacer de la escuela un lugar amable, entrañable, extrañable.
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