Para mi sorpresa, en una escuelita de una comunidad muy pobre encontré una profesora entusiasta que me invitó a hacer preguntas a sus alumnos. Ellos estaban ansiosos, me dijo, por mostrarme sus conocimientos matemáticos.
Mientras ideaba problemas pertinentes y preguntas claras (que resistieran además la traducción al bengalí por parte del traductor que me acompañaba), niños y niñas expectantes, de ojos brillantes, sentados sobre sus pequeñas alfombras en el suelo, alistaban sus herramientas: ojos y oídos atentos, la pizarra individual entre las manos y un pedazo de tiza.
- "¿Cuántas manos hay en esta habitación?", pregunté.
- "¡Sesenta!", fue la respuesta inmediata coreada a una sola voz. 30 alumnos inscritos en la clase = 60 manos.
Me quedé callada. Ellos solos empezaron a recapacitar, adelantándose a la previsible intervención de la profesora.
Me quedé callada. Ellos solos empezaron a recapacitar, adelantándose a la previsible intervención de la profesora.
- "¡Sesenta y seis!", gritaron varios niños, después de hacer, ahora sí, las cuentas: 58 manos infantiles (un alumno había faltado ese día), más 2 manos de la profesora y 6 manos de los 3 visitantes presentes.
¡Bien! Entusiasmados, me pidieron una "pregunta de multiplicar". Y volvieron a alistar sus pizarras.
- "¿Quién puede decirme cuántos dibujos hay en las paredes de esta habitación?", pregunté.
De las cuatro paredes del aula, tres estaban cubiertas de dibujos hechos por los alumnos, prolijamente alineados en dos filas, el mismo número de dibujos y el mismo arreglo visual en cada pared. Una posibilidad era, pues, sumar los 10 dibujos de una pared y luego multiplicar por 3.
De las cuatro paredes del aula, tres estaban cubiertas de dibujos hechos por los alumnos, prolijamente alineados en dos filas, el mismo número de dibujos y el mismo arreglo visual en cada pared. Una posibilidad era, pues, sumar los 10 dibujos de una pared y luego multiplicar por 3.
Caritas perplejas y un tenso silencio. Una niña de armas tomar se paró en el centro del aula y empezó a contar en voz alta los dibujos. Otros alumnos se pararon y empezaron a hacer lo mismo. Uno de ellos, incluso, decidió recorrer con el dedo las paredes, contando los dibujos mientras los tocaba. Todos terminaron coreando el resultado correcto, en medio de gran algarabía.
- "Pero ustedes me pidieron una pregunta de multiplicar y lo que hicieron es sumar", les recordé, entre risas.
Los niños, vivarachos, enganchados, se disponían nuevamente a pensar. La profesora, nerviosa, se adelantó y dio el resultado. No pudo darles a los niños el tiempo que habría sido necesario para que ellos, solos, descubrieran cómo convertir la suma en multiplicación y comprendieran, jugando, la función y la utilidad de multiplicar.
Estos niños sabían sumar, restar y multiplicar, y la joven profesora había logrado entusiasmarles con las matemáticas, pero padecían el síndrome escolar conocido: un "saber" que tiene dificultades para aplicarse a problemas reales.
- "Pero ustedes me pidieron una pregunta de multiplicar y lo que hicieron es sumar", les recordé, entre risas.
Los niños, vivarachos, enganchados, se disponían nuevamente a pensar. La profesora, nerviosa, se adelantó y dio el resultado. No pudo darles a los niños el tiempo que habría sido necesario para que ellos, solos, descubrieran cómo convertir la suma en multiplicación y comprendieran, jugando, la función y la utilidad de multiplicar.
Estos niños sabían sumar, restar y multiplicar, y la joven profesora había logrado entusiasmarles con las matemáticas, pero padecían el síndrome escolar conocido: un "saber" que tiene dificultades para aplicarse a problemas reales.
La brecha entre lo que se aprende en la escuela y su aplicabilidad en la vida cotidiana es caracterizada por algunos autores como un verdadero "bloqueo". En éste confluyen no sólo la pertinencia y relevancia de los contenidos sino también de los enfoques y métodos de enseñanza. Y una cultura escolar que cultiva la impaciencia, que no deja tiempo para pensar, que castiga el error, que desconfía de las capacidades de los alumnos.
Reconociendo esa brecha y aceptándola como lo que es - un problema de enseñanza antes que de aprendizaje - el sistema escolar necesita asumir la aplicabilidad del conocimiento como un objetivo central: la relación entre lo que se enseña en las aulas y lo que se necesita aprender en y para la vida, la traducción del saber en saber pensar y saber hacer.
El objetivo del aprendizaje no es solo saber sino saber usar lo aprendido para comprender y resolver problemas de la vida cotidiana. Quien enseña debe ayudar a los alumnos a aprender pensando y a aprender haciendo. Evaluar aprendizajes implica no solo comprobar asimilación y retención de la información sino evaluar competencias para usar esa información y ese conocimiento en la vida real, más allá del aula, el papel o la pantalla.