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Racismo y retardo mental


Niños Puruhá - Ecuador

"No aprenden rápido. Cuesta que les entre en la cabeza. Hay que ir uno por uno, con una paciencia enorme. Es que tienen bajo cociente intelectual. Inclusive, hay unos que son retrasa­dos mentales".

Así me decía, con con­vicción y desparpajo, una maestra castellano-hablante, con siete años de experiencia docente, en una escuela rural indí­gena en el Ecuador, rodeada de sus pequeños alumnos y alumnas de segundo grado.

Me quedé luego conversando con ellos, husmeando sus cuadernos, pidiéndoles que escribieran sus nom­bres en el mío, observándo­les moverse, jugar, co­piar de la pi­zarra, reír, coquetear con­migo, la visitan­te. Ningu­no me pareció retardado. Los ví vivarachos, conversones, jugueto­nes, curiosos, como debe ser. Solo un profun­do racis­mo, una falta total de empatía, una incomprensión y un desprecio radicales por el mun­do de estos niños y niñas indígenas, puede ver retardo donde no lo hay y explicar los problemas de aprendizaje como una cues­tión de «bajo cociente intelectual» . Aquí lo que hay es un gravísimo problema de enseñanza, enraizado en el racismo. En país oficialmente plurilingüe y multicultural.

El argumento del retardo mental y la tontería es bastante común cuando aflora el tema de la educación de los pobres y, particu­larmente, de los indígenas. Me tocó ver y enfrentar este fenóme­no cuando fui directora pedagógica de la Campaña Nacional de Alfabetización "Monseñor Leonias Praoño" y recorrí el país visitando círculos de alfabetización.

Con faci­lidad muchos jóvenes alfabetizadores calificaban de
«retardado» al alfabetizando que no avanzaba al ritmo esperado, rit­mo de estudiantes urbanos, ritmo de la vehemencia pro­pia de la juventud. Lo escuché y discutí mil veces al visitar los círcu­los de alfabe­tización así como en reunio­nes y encuentros de alfabetizadores. Co­nocí, entrevisté y ví aprender con avidez y entu­siasmo a «retardados» de quienes aprendí mucho: hom­bres y mujeres sencillos, tesoneros, enfrenta­dos por primera vez o después de muchos años a un proceso de aprendizaje sistemático, poniendo en ello todo su entusiasmo y voluntad.

Típicamente, las dudas sobre el cociente intelectual afloran frente al que apren­de «lento», es decir, frente al que no aprende como el maestro quiere, lo que el maestro quiere, cuando y como el maestro quie­re. A falta de una explicación me­jor, «retardado» es el que se aburre en cla­se, el que no entiende porque su lengua materna es otra o porque no  le explican bien, el que rebota la mala enseñanza dentro y fuera de la escue­la. «Retardado» es el diferen­te, el que no se comporta o piensa como uno, el que se aferra a una cultura su­bor­dinada que no se comprende ni respeta; el que habla otra lengua, el que no le entiende a uno a pesar de hablar uno la len­gua ofi­cial, la «buena», la escolar. De «retardado» se diagnostica al ojo al diferente, lo que puede in­cluir algún problema real de aprendiza­je que sería fácilmente identificable y tratable si no se tu­viera a mano el membrete cómodo y prepotente del «bajo cociente intelectual».

Si nos atuviéramos a la ligereza y la audacia con que muchos se aventuran a diagnos­ticar «bajo cociente intelectual» y «retardo men­tal» en el ámbito escolar, podríamos llegar a la conclusión de que el Ecuador es un país pa­toló­gico, de laboratorio; que nuestros campos y pueblos, nues­tros barrios, nuestras escuelas públicas, nuestro sis­tema escolar todo, conforman una inmensa red de educación espe­cial. Obviamente, no es así.

* Publicado originalmente en la revista dominical Familia del diario El Comercio, Quito, 25 agosto 1991. Incluido en: Rosa María Torres, Auladentro, Fronesis/UNICEF, Quito, 1992.

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