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The oldest and the youngest | Los más viejos y los más jóvenes


Two trees of Valinor


(texto en español más abajo)

At a recent meeting of the Open Societies Foundation (OSF) in London (June 2015), one idea became clear in my head towards the end of the meeting: the most interesting speakers were the oldest and the youngest.

The oldest: wise, luminous, coherent, straightforward. Information and knowledge have already turned into wisdom, through who knows how many, how rewarding and how painful experiences in life. Visible longtime marriage between theory and practice. No appetite for nonsense. Sharing as an obvious extension of knowing. Saying difficult truths and being critical come out naturally. No clichés. No fear. No false reverence.

The youngest: fresh, graceful, potent, full of surprises. Aware of their charm and of their impact on others. Aware of their limitations and ready to acknowledge them. Aware of the language and the forms of communication they use. Millennials, digital natives, indignados, activists with a short but intensive life experience. Comfortable users of technologies and of all sorts of gadgets - smartphones, tablets, laptops, microphones, cameras - for journalistic, political, social and cultural purposes. Personal histories full of courage, heroism, hope, unfinished and ongoing reflection. Frequent readers and writers. Bilingual or multilingual.  


All of them - the old and the young - erase immediately the usual prejudices and stereotypes about age.

Old people who are lucid and brilliant, who have not lost a bit of their cognitive, social and communicational skills, who continue learning, who are mentally and physically active, who use modern technologies, who display sympathy, empathy and sound reasoning. 

Young people who lack the wisdom of the old but who are serious about lifelong learning, about their profession and social role. In many aspects, they are not the millennials prototype described in current literature and in an increasing number of studies and surveys. These young people probably have lots of fun but part of that fun comes from their daily work, from engaging in human rights issues, in social and political issues. They may be global in many modern senses but they are also and primarily local, inventing springs in their own societies and cultures. 

All of them informal, dressed and combed as they please, not following fashion trends, age recommendations or circumstances. All of them passionate. All of them thinkers and activists, creators, learners, readers, speakers, fighters, organizers, challengers.

Colleagues in their 40s, 50s and 60s: please do not misunderstand me. Many interesting people among all of you, too. But if they ask me - and they did - the most interesting people I met in this meeting were the oldest and the youngest.


Los más viejos y los más jóvenes

En una reunión de la Open Society Foundations (OSF) en Londres (junio 2015), una idea me fue quedando clara hacia al final de la reunión: los expositores más interesantes fueron los más viejos y los más jóvenes.

Los más viejos: sabios, luminosos, coherentes, desparpajados. La información y el conocimiento ya convertidos en sabiduría, gracias a quién sabe cuántas, cuán gratificantes y cuán dolorosas experiencias de vida. Matrimonio visible entre teoría y práctica. Compartir como una extensión natural del saber. Verdades difíciles y críticas dichas de modo natural. Nada de clichés. Nada de miedo. Nada de reverencias ni pleitesías.  

Los más jóvenes: veinteañeros frescos, simpáticos, potentes, llenos de sorpresas. Conscientes de su encanto y de su impacto sobre los demás. Conscientes de sus limitaciones y dispuestos a reconocerlas. Atentos al lenguaje y a las formas de comunicar. Millennials, nativos digitales, indignados, activistas con una corta pero intensa experiencia de vida. Usuarios cómodos de toda clase de aparatos - teléfonos móviles, tabletas, laptops, enchufes, micrófonos, cámaras, etc. - para fines periodísticos, políticos, sociales y culturales. Historias personales llenas de coraje, heroísmo, reflexiones inacabadas. Lectores y escritores frecuentes. Bilingües y multilingües.

Viejos y jóvenes que se levantan sobre los estereotipos y prejuicios en torno a la edad.

Viejos lúcidos que no han perdido una pizca de sus habilidades cognitivas, sociales y comunicacionales, que siguen aprendiendo, que se mantienen activos mental y físicamente, que usan las tecnologías, que despliegan simpatía, empatía y buen razonar a borbotones.

Jóvenes que no tienen el saber de los viejos pero que se toman en serio el aprendizaje a lo largo de la vida, su profesión y su rol. En muchos aspectos, no son el prototipo de los millennials que describe la literatura y cada vez más estudios y encuestas. Estos jóvenes seguramente se divierten mucho pero parte de su diversión está en su trabajo cotidiano, en su compromiso con los derechos humanos, con las causas sociales, con los temas políticos. Pueden ser ciudadanos globales en muchos sentidos modernos, pero son también y sobre todo ciudadanos locales, que luchan y siembran primaveras en sus propias sociedades y culturas.

Todos ellos informales, vestidos y peinados como quieren y no como dictan la moda, la edad o la circunstancia. Todos ellos apasionados. Todos ellos familiarizados con las modernas tecnologías. Todos ellos pensandores y activistas, creadores, aprendices, lectores, expositores, luchadores, organizadores, desafiadores.

No me malentiendan cuarentones y cincuentones. Mucha gente interesante entre ustedes. Pero si me preguntan, como en efecto me preguntaron: los más interesantes en esta reunión fueron los más viejos y los más jóvenes.

Para saber más
- Open Society Foundations
https://www.opensocietyfoundations.org/

Maestros de antes




A la memoria de Ermel Velasco Mogollón
Oye uno hablar de "los maestros de antes", esos que se nombran con admiración y respeto, esos que parecen estar en los inicios de la pedagogía, poniendo cimientos, sembrando vocaciones.

Oye uno decir que "esos sí eran maestros", forjados en la vocación y el amor por el oficio. Conoce uno a esos maestros de antes, productivos hasta último momento, sostenidos por una con­vicción y una pasión que dan sentido a toda una vida y a toda una genera­ción, y entiende uno cuán insufi­ciente puede ser todo eso que se dice ...

Escucha uno sus relatos cargados de dignidad y no puede dejar de emocionarse. Relatos de una época en que hacerse maestro era una decisión y un compromiso de vida.

Tiempos en que los libros - papel rústico, letra menuda - eran pre­ciados y se cuidaban como oro en polvo. Lo poco que llegaba a las manos se leía con avidez. El mundo era mucho más pequeño y había menos que saber, pero había mucha gana de leer y de saber.

Amigos-compañeros-colegas se hacían en las aulas y, más tarde, en el ofi­cio. Eran épocas en que la docencia atraía a las mentes más lúcidas, a las voluntades más firmes, a las vocaciones mejor definidas. La educación encendía entusiasmos y fervores colectivos, se extendía más allá de la jornada de trabajo, se instala­ba como tema de conversación en reuniones informales, contagiaba el mundo de los afectos y los sentimien­tos, involucra­ba a la fa­milia, llenaba la vida.

El maestro y la maestra eran respetados y valorados por una sociedad que veía en ellos la encarnación del saber y los valores a seguir. Segundo en el pueblo después del cura, el maestro era considerado un intelectual, un referente ético, modelo y ejemplo para sus alumnos por su entrega como maestro.

Son otros tiempos. Muchas cosas han cambiado y muchas en un sentido positivo. No es cierto que "todo tiempo pasado fue mejor". Pensar así equivaldría a creer en un futuro condenado a la decadencia. Pero, en lo que hace a la educación, hay cosas e historias de ese pasado que es importante conocer, valorar y recuperar. 

De hecho, cuando uno de esos maestros se va, siente uno el deseo de multiplicarse, de devolver al magisterio el lugar y el prestigio perdidos, y a la educación su relevancia vital. Y es entonces cuando toma uno concien­cia de que esos maestros de antes siguen entre nosotros, recordán­donos lo especial y trascenden­te que puede ser el oficio docente.

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Sobre educadoras y educadores (compilación)


Discriminaciones a través del lenguaje. 'Infantil' no puede ser insulto


Mucho se ha trabajado y mucho queda por trabajarse la discriminación a través del lenguaje.

Los usos discriminatorios del lenguaje en relación a las mujeres son, desde hace tiempo, tema de análisis y denuncia, con algunos impactos prácticos sobre el habla y sobre la escritura, al menos en ciertos estratos de la población. La insistencia en "las y los" ayudó a tomar conciencia de la invisibilización de la mujer, también en el plano lingüístico. No obstante, en el habla corriente siguen campeando los usos peyorativos y machistas de "niña", "nena", "mujercita", "hembra", "hembrita"... A las mujeres sigue mandándoseles a la cocina y al limbo genérico "ama de casa".

La discriminación nacida del racismo, principalmente contra indios y negros, sigue siendo atroz. Haber logrado pasar del "negro" al "afro" es, para muchos, una conquista. Pero siguen en la punta de la lengua el "trabajar como un negro" y la "merienda de negros", y las expresiones más insultantes y degradantes en torno a los indígenas en nuestros países.

Las 'capacidades especiales' empiezan a entrar forzadamente en el discurso, pero en el trato cotidiano la discapacidad sigue moviéndose a sus anchas. Con los términos y argumentos de la discapacidad - física, intelectual, moral - se busca ofender e insultar en cualquier conversación, en cualquier debate.

Las personas mayores son objeto de burla, no importa cuánto creció la expectativa de vida en el mundo y el develamiento científico de viejos tabúes y mitos asociados a la vejez. "Tercera edad" o "adulto mayor" son términos académicos y sofisticados; en la vida real siguen siendo los viejos, los ancianos, y tratados sin consideración ni respeto. Vieja es abuela, y abuela - joven o vieja - es conejillo de Indias para poner a prueba la ignorancia o la tontería: "si se lo explicas a tu abuela y ella lo entiende, significa que cualquiera lo puede entender".

Y, en el extremo opuesto, los niños, los con menos condiciones y armas para protestar y defenderse contra los abusos - los físicos, los morales, los lingüísticos - y cuya discriminación en el lenguaje suele pasar desapercibida. 'Infantil' sigue usándose de modo peyorativo, como equivalente a condición inferior, a minusvalía, a falta de criterio y de razón, a error. De todo lo que son los niños - lindos, tiernos, curiosos, creativos, imaginativos, espontáneos, inquietos, llenos de energía - 'infantil' destaca lo que no son, lo que no tienen, lo que les falta por comparacón con los adultos.

En "La enfermadad infantil del 'izquierdismo' en el comunismo" Lenin usó 'infantil' como categoría de análisis y de descalificación ideológica y política. Pero no podemos reprochárselo. No olvidemos que Lenin escribió a principios del siglo pasado, cuando no existía el conocimiento que hoy tenemos sobre la infancia ni los abundantes consensos internacionales para protegerla del abuso adulto. Lenin no conoció la Declaración de los Derechos del Niño (1959), mucho menos la Convención sobre los Derechos del Niño (1989).

Es mucho lo que hemos avanzado en este siglo en conocimiento sobre la infancia y en reconocimiento de derechos de niños y niñas. Por eso resulta inadmisible que, en pleno siglo 21, la sociedad adulta siga usando 'infantil' como como descalificativo y hasta como insulto en el terreno de la política - "izquierdistas infantiles", "ambientalistas infantiles", "indigenistas infantiles" (términos, dicho sea de paso, usados reiterada y sistemáticamente por el exPresidente ecuatoriano Rafael Correa para referirse a sus opositores). 

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