Niños y niñas, y sobre todo los más pequeños, fueron los más perjudicados con el cierre de las aulas durante el confinamiento producto de la pandemia. Meses encerrados en sus casas. En jaulas de oro algunos, otros en espacios precarios y hacinados a los que es difícil llamar «casa».
Se creyó que la educación remota con sede en el hogar - como se la llamó - sería una solución provisional, de poco tiempo, y terminó prolongándose por más de un año y hasta dos en América Latina, con idas y venidas sujetas a los caprichos del virus y de sus nuevas variantes.
Padecieron los desconectados, alumnos y familias sin conexión a internet y sin dispositivos digitales, vale decir, los pobres, los que viven en zonas rurales y de difícil acceso o en barrios marginales en las ciudades, quienes quedaron a merced de la radio, la televisión y los materiales impresos, entregados con grandes sacrificios por profesores itinerantes.
Pero padecieron también los conectados, alumnos con acceso a internet y a algún dispositivo digital, clavados durante horas frente a pantallas de diversos tamaños (los que permite cada economía familiar). Incluso niños pequeños, pre-escolares, fueron sometidos al ritual escolar virtual.
En sociedades atravesadas por grandes desigualdades y desinformadas sobre los lados oscuros de la tecnología es difícil aceptar la necesidad de dosificar el tiempo de pantalla y el tiempo de internet para niños y adolescentes y para los propios adultos, así como la necesidad de vigilancia ante los muchos peligros que acechan a niños, adolescentes y jóvenes en el ancho mundo del internet.
Familias desconcertadas, abrumadas, debieron improvisar un rol de auxiliares escolares para el cual no están preparadas. Planteles privados se vieron a menudo presionados a alargar la jornada escolar virtual a fin de justificar sus cobros ante padres y madres que consideran que la educación virtual es más fácil y menos demandante que la presencial. Todos ellos hicieron lo que pudieron frente a una circunstancia insólita e imprevista, y en medio de los rigores y horrores de la pandemia.
La pantalla, pequeña o grande, convertida en sustituto espacio-temporal no solo del aula sino de la escuela. Un mosaico de caras sobre una superficie plana sustituyendo a la clase, a la experiencia escolar, a la interacción con los profesores y con los compañeros. El tiempo que dura la clase virtual comprime y amalgama todos los tiempos: el de los desplazamientos, el de las relaciones, el del estudio, el del recreo.
Romina, cuatro años, amaba su escuelita, como la llamaba. Un jardín de infantes privado en barrio popular y populoso de Quito. Iba y regresaba feliz, preparaba entusiasta su mochila, caminaba la mitad del trayecto y la otra mitad la cargaba la abuela, hablaba luego hasta por los codos contando lo que había hecho en la escuela, lo que había aprendido, jugado, comido.
Con la pandemia, Romina perdió todo eso de un día para otro. La mamá perdió el empleo y se sentó con la hija a ver la clase virtual (3 horas a la mañana, 1 hora es el máximo de exposición a la pantalla recomendado a esa edad) y luego a hacer los deberes con ella. Romina se harta rápidamente y se descuelga de la pantalla, como el niño de la ilustración. Siguen las reprimendas, la batalla por lograr que se concentre y se interese. Ella, que amaba la escuela, que amaba aprender, sin la mediación de ningún aparato, no se siente conforme ni a gusto con la coreografía remota. La investigación y el conocimiento disponible explican los por qués de todo esto.
Desde el inicio, sondeos y encuestas mostraron que niños y adolescentes extrañaban la escuela y que lo que más extrañaban era a sus amigos. Dibujos infantiles en diversos países del mundo dejaban ver estos reclamos. Por su parte, los adultos - padres, profesores, especialistas - empezaron a preocuparse más por las «pérdidas de aprendizaje» y las posibles pérdidas de año de los alumnos que por las pérdidas de juego, movimiento, afecto, sociabilidad, aire libre.
Infinidad de fotos, videos y testimonios mostraron en estos meses niños y niñas aburridos, tristes, solitarios, detrás de ventanas y puertas, acompañados en algunos casos por sus mascotas. Muchos de ellos fueron despojados del desayuno o el almuerzo escolar, principal comida del día. Muchos estuvieron encerrados día y noche con sus castigadores y abusadores. Muchos extrañaron esa escuela a menudo también violenta y castigadora, pero en la que hay posibilidad de jugar, compartir, reír con otros niños.
No es posible sostener esta situación por mucho tiempo más. No es recomendable ni para los niños ni para sus familias y profesores. Es urgente reabrir las escuelas, hoy vacías y deteriorándose, volver a las aulas, reencontrar a los amigos, recuperar el juego, la alegría, el contacto con otros niños.
El experimento social ya se hizo, con grandes costos económicos y sociales y en medio de gran premura e improvisación, y duró más que suficiente para dejar claro que las escuelas y los maestros son importantes e insustituibles, que la presencialidad es necesaria no solo para el aprendizaje sino para la vida, que aprender implica involucrar todos los sentidos, que la virtualidad es un mundo nuevo que requiere investigarse, experimentarse y trabajarse mucho más antes de pensar en universalizarlo para la educación y los aprendizajes escolares. Por muy chocante que esto resulte a los entusiastas tecnológicos que asocian innovación y mejora con tecnología, y que están listos para prescribir educación remota y pedagogías híbridas como la «nueva educación post-pandemia» del siglo 21.
Cómo citar este artículo: Torres, Rosa María, "Descolgarse de las pantallas", Blog OTRAƎDUCACION, Quito, 2021. |
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