Edgar Freire Rubio (comp.), Quito, tradiciones, testimonios y nostalgia |
Rosa María Torres y Julián Coraggio Torres
Mllones de niños trabajan en la calle, callejean mañana, tarde y noche porque no tienen hogar o porque, teniéndolo, es como si no lo tuvieran. No hay el papá que trabaja, trae el sustento, protege. No hay la mamá que cuida, mima, arropa. No hay el hogar que cobija, el horario normal, la cama tibia, la comida necesaria. Porque no hay la sociedad que asegure a todos los niños el respeto a su niñez, a su juego, a su necesidad de amor y protección. Por eso hay niños que venden rosas, de tarde, de noche y hasta la madrugada, hasta que "acaben de vender", como dicen ellos.
Nos topamos con ellos afuera de una pizzería, en Quito. Esperaban que algún comensal les pasara unas sobras. Más que de hambre, estaban muertos de sed, sobre todo el más grande. Y es que salen de su casa al mediodía y desde entonces, hasta la madrugada, caminan sin cesar vendiendo las rosas.
En la conversación, supimos sus nombres: Néstor (11 años) y Patricio (14). Son hermanos. Viven en el Panecillo, quién sabe en qué cuarto miserable a punto de derrumbarse, en qué condiciones de miseria e insalubridad. Ambos sucios, despeinados, con pelos tiesos y disparejos, con la ropa en jirones, con los zapatos estilo payaso, demasiado grandes para su edad. Seguramente se encuentran todos los días con esos que, al verlos, les aconsejan de inmediato jabón y tijeras a quienes no tienen ni agua ni jabón ni tijeras ni dinero para ir jamás a una peluquería.
Su papá era albañil, pero ahora ya no puede trabajar. Se queda todo el día en el cuarto, gimiendo de dolor, acostado en la cama. No por vago ni por borracho. Hace poco, en una riña, una señora le clavó una botella en la barriga, se desangró, le llevaron al hospital Eugenio Espejo, le operaron. Los hijos presenciaron todo el episodio.
- "Le salía un montón de sangre. Hasta una cosa blanca empezó a salirle de la barriga. Tal vez eran las tripas", dice Néstor. "Desde ahí quedó mal".
- "Le duele la barriga, le duele la cabeza. Grandes dolores tiene. Tal vez no le hicieron bien la operación".
Los niños venden flores desde hace cuatro meses. Exactamente, desde que murió la mamá. Murió atropellada.
- "Un auto le pasó por la cabeza. De contado quedó muerta. La policía le persiguió al del auto, un auto pequeño era. Pero no le agarraron", cuenta Néstor bajando la cabeza. Parece que quisiera llorar. O tal vez es nuestra idea. Nadie puede contar una cosa así sin querer llorar.
- "Ahora tenemos una nueva mamá. Le decimos mamá, pero mejor dicho es madrastra".
El papá se volvió a casar. La nueva mamá consiguió trabajo en el mismo lugar de la mamá propia: lavando plásticos.
- "Se lava los envases plásticos, por ejemplo los de los champuses. Hay que lavar bien, si no le mandan a uno a lavar de nuevo. Cortan los plásticos en pedazos y meten todo en unas máquinas trituradoras, donde se derrite. Con eso hacen juguetes y venden".
Esto es en San Bartolo. El papá consiguió para la nueva mujer el puesto dejado por la anterior. Los chicos ayudaban a la mamá propia, ahora ayudan a la nueva mamá.
Salen de la casa cerca del mediodía. La mamá les da el desayuno -una taza de café- y el almuerzo -¿quién se anima a preguntar en qué consiste?-. Primero van a comprar las rosas, en la Avenida 24 de Mayo. Y enseguida empiezan a vender.
La venta es en la Amazonas y en la Orellana. La mejor venta es a la noche. En general, terminan a las 2 ó 3 de la madrugada. Cuando la cosa va mal, terminan como a las 5. Llegan a su casa ya clareando.
Regresan en taxi, para que no les asalten, siguiendo los consejos del papá. El taxista les cobra 2 o 3 mil sucres hasta el Panecillo. Ya fueron, en efecto, asaltados una vez. Se les acercó un ratero y tuvieron que darle toda la plata. Tenían, entre ambos, 30 mil sucres.
- "Un cuchillote sacó y nos dijo que nos iba a meter bien hondo si no le entregábamos la plata. Le dimos nomás. ¡Qué más íbamos a hacer!".
Duermen lo que alcanzan a dormir hasta la media mañana. Llevan ritmo de adultos, vida de prostitutas, trasnochando todos los días, correteando calles de arriba a abajo para hacerse unos sucres que no son dinero extra sino sustento de la casa. Su vida activa transcurre de noche, en la calle, en el frío, en medio de putas y borrachos buscando su clientela entre gente que entra y sale de hoteles, restaurantes, burdeles, cantinas, bares, cines. El domingo es el único día que no venden, se quedan todo el día durmiendo en el cuarto, descansando para reiniciar la rutina el lunes.
Van a la escuela -dicen- de 3 a 5 de la tarde. Néstor dice que está en segundo grado. No sabe en qué grado está su hermano.
¿Qué clase de escuela es la que funciona dos horas diarias?. ¿Qué pueden aprender, de todos modos, estos niños en la escuela?. ¿Quién puede aprender con cansancio, con hambre, con sueño, sin esperanza, sin perspectiva de futuro?.
¿Quién puede enseñar a estos niños?. ¿Quién reúne esas cualidades humanas y pedagógicas indispensables para comprender su situación y ayudarles a superar sus carencias, darles el afecto y la atención especiales que requieren?.
¿Qué se puede enseñar a estos niños?. Los programas de estudio, los textos, los horarios, las normas, las exigencias escolares están diseñados para niños-niños, para niños que tienen familias y sustento asegurado, para niños que pueden permitirse ser niños, que se levantan a la mañana y se acuestan a la noche, que tienen tiempo para jugar y para estudiar, que tienen razones para reír y para cantar.
Al salir de la pizzería encontramos al más pequeño que va llorando por la calle. El hermano mayor le pegó y le dejó solo, en castigo por haber vendido poco durante el día. Nos ofrecemos para llevarle en auto hasta donde está el hermano. Más adelante recogemos al hermano y les llevamos a ambos hasta la esquina de la Colón y Amazonas. Antes de bajarse del auto, el mayor me pide trabajo.
- "Quisiera trabajar en algo, lo que sea. Estoy cansado de trasnochar".
Les vemos, inmediatamente, juntarse con otros niños y niñas vendedores de rosas. Vemos cómo les reciben y cómo, arremolinados a su alrededor, aparentemente ellos les cuentan la aventura de haber conversado y haber sido transportados por extraños. Extraños que les trataron bien, pero que pudieron haberles asaltado o robado o matado, como se mata a los niños de la calle en Brasil, como se mata en muchos lados a los indigentes que no tienen quién reclame por ellos. Ingenuos, desprotegidos, indefensos, expuestos no sólo a la miseria sino a la muerte en cualquier momento: ésta es la suerte de estos niños.
Vemos cómo, al cabo de un rato, empiezan a caminar todos juntos. No menos de diez hay en el grupo. Niños y niñas, algunos muy pequeñitos, otros semi-adolescentes. Van pasando junto a restaurantes y boutiques, mezclándose con las luces de los letreros fosforescentes, esquivando a los autos, deteniendo a la gente para ofrecerle las rosas.
Pasan cerca de uno, junto a uno, y uno no los ve. Le ofrecen una rosa, le ruegan que se la compre, y usted responde que no, gentilmente o molesto por la impertinencia (incluso hay quienes ahuyentan con un manotazo). Piensa usted para sus adentros que son unos malandrines, unos vagos, unos incapaces. O que, en todo caso, lo son sus padres, desvergonzados padres que mandan a sus hijos a trabajar para ahorrarse ellos la molestia. O -mejor- se niega a pensar, simplemente para seguir viviendo, para poder comer, comprar, disfrutar esta noche sin culpa.
Pero ahí están, se percate usted o no. Ahí están estos niños miserables vendiéndonos rosas nocturnas, raídas, maltrechas, inodoras, a 300 sucres. Una sociedad que produce rosas pero que también produce niños para venderlas por las calles a medianoche, es una sociedad que merece ser cambiada.
* Publicado originalmente en: El Comercio, Quito, 31/03/1992. Incluido también en: Edgar Freire Rubio (comp.), Quito: tradiciones, testimonio y nostalgia, Tomo IV, Quito, Libresa, 2002.
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