Escuela San Juan, escuelita rural en Chile. Mientras converso con la
profesora y los alumnos reparo en un vistoso cartel de UNICEF colgado en la pared, titulado "Los derechos de los niños", a colores y con letra bien grande. La profesora,
orgullosa, me cuenta que ha estado enseñando a sus alumnos sus derechos. Yo,
encantada, empiezo a pedir a los niños que digan cuáles son esos derechos. Varias manos se alzan:
- "Respetar a los mayores",
dice un niño.
- "Portarnos bien",
dice una niña.
- "Venir aseados a clase", dice otro.
- "Venir aseados a clase", dice otro.
Y así por el estilo ... Deberes en lugar de derechos. El listado conocido de obligaciones infantiles, ninguna reivindicación. La sesión de preguntas y
respuestas se interrumpe bruscamente. La maestra, nerviosa, intenta repasar con
los niños los puntos del cartel. Es evidente que los niños no han llegado siquiera a diferenciar derechos y deberes.
Así es: a profesores, padres de familia y adultos en general nos cuesta aceptar que los niños tienen derechos y actuar en consecuencia. La mención "derechos de los niños" provoca escozores y temores. Inquietan los posibles excesos, la indisciplina, la pérdida de respeto y de control. Para otros es simplemente una utopía imposible de llevar a la práctica.
Así es: a profesores, padres de familia y adultos en general nos cuesta aceptar que los niños tienen derechos y actuar en consecuencia. La mención "derechos de los niños" provoca escozores y temores. Inquietan los posibles excesos, la indisciplina, la pérdida de respeto y de control. Para otros es simplemente una utopía imposible de llevar a la práctica.
Fue a partir de esa visita que el asunto se me instaló como tema. He notado desde entonces que muchas personas adultas también confunden derechos y deberes (seguramente acarrean tal déficit desde la infancia), y me he topado con muchos profesores convencidos de estar enseñando a sus alumnos sus derechos, pero que se dan modos para reforzar sus deberes.
De hecho, fue inspirada por visitas a escuelas y observaciones de clases que organicé para UNICEF, en los 1990s, un programa de sensibilización sobre los derechos de los niños destinado a maestras del sistema escolar, pero abordándolas no como maestras sino como madres de familia. Notable cómo cambia la perspectiva cuando las maestras son vistas no únicamente en su identidad profesional de maestras sino como mujeres, madres, esposas, amas de casa, vecinas...
Cierto que se ha avanzado en estos años en la concreción de los derechos de los niños, pero sigue siendo poco y lento respecto de lo mucho que falta.
Seguimos colgados de indicadores cuantitativos como signos de avance, sin ver las calidades de esos avances en cuestiones claves como nutrición, salud, educación, protección, etc.
Sigue en rojo el maltrato infantil en la familia y en la escuela, y la indolencia social frente a éste, aunque al menos uno y otra ya están siendo entendidos en varios países como problemas de cultura ciudadana.
Sigue orondo el trabajo infantil, vinculado incluso a renombradas empresas multinacionales que empiezan a ser denunciadas por abuso corporativo y castigadas por consumidores conscientes.
Siguen haciendo de las suyas las grandes redes de pederastia y pornografía infantiles, y el abuso sexual de niños y niñas en la familia, en la comunidad, en el sistema escolar y hasta en la iglesia.
Sigue la infancia vista como una etapa subdesarrollada de la especie.
Siguen los niños ignorados, no escuchados ni consultados.
Sigue la escuela cumpliendo su función de conservación antes que de emancipación ...
De hecho, fue inspirada por visitas a escuelas y observaciones de clases que organicé para UNICEF, en los 1990s, un programa de sensibilización sobre los derechos de los niños destinado a maestras del sistema escolar, pero abordándolas no como maestras sino como madres de familia. Notable cómo cambia la perspectiva cuando las maestras son vistas no únicamente en su identidad profesional de maestras sino como mujeres, madres, esposas, amas de casa, vecinas...
Cierto que se ha avanzado en estos años en la concreción de los derechos de los niños, pero sigue siendo poco y lento respecto de lo mucho que falta.
Seguimos colgados de indicadores cuantitativos como signos de avance, sin ver las calidades de esos avances en cuestiones claves como nutrición, salud, educación, protección, etc.
Sigue en rojo el maltrato infantil en la familia y en la escuela, y la indolencia social frente a éste, aunque al menos uno y otra ya están siendo entendidos en varios países como problemas de cultura ciudadana.
Sigue orondo el trabajo infantil, vinculado incluso a renombradas empresas multinacionales que empiezan a ser denunciadas por abuso corporativo y castigadas por consumidores conscientes.
Siguen haciendo de las suyas las grandes redes de pederastia y pornografía infantiles, y el abuso sexual de niños y niñas en la familia, en la comunidad, en el sistema escolar y hasta en la iglesia.
Sigue la infancia vista como una etapa subdesarrollada de la especie.
Siguen los niños ignorados, no escuchados ni consultados.
Sigue la escuela cumpliendo su función de conservación antes que de emancipación ...
La lucha por un
lenguaje "políticamente correcto" se ha instalado en relación al género y a la discapacidad pero no penetra aún el ámbito de la infancia. El "hasta un niño puede
hacerlo" continúa siendo estrategia de marketing para disfrazar la ineptitud adulta. "Infantil" está naturalizado como insulto en la sociedad e incluso como descalificación en el campo de la política desde que Lenin escribió "La enfermedad infantil del 'izquierdismo' en el comunismo" (1920) usando 'infantil' como sinónimo de inmadurez y hasta estupidez. (En versiones contemporáneas, Rafael Correa en el Ecuador usa 'infantil' para referirse a quienes discrepan de la postura oficial - 'ecologismo infantil', 'indigenismo infantil', 'izquierdismo infantil' - y Pepe Mujica en Uruguay para referirse a los maestros que protestan).
Como es evidente, ya no basta con seguir recitando la
Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y distribuyendo materiales en torno a la Convención sobre los Derechos del Niño (1989). Es preciso una pedagogía de shock, un salto de conciencia en toda la sociedad y medidas más firmes y convincentes para hacer valer, en el discurso y en la práctica, desde la cima hasta la base, los derechos de los niños.
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