Una educación para resolver problemas de la vida




En Bangladesh visité escuelas primarias rurales del BRAC, en el marco de una evaluación del programa de educación primaria no-formal realizada por UNICEF. Las visitas, anunciadas, suscitaban - como es usual - toda clase de actividades: cánticos, bailes, recitado de poemas, lecturas en voz alta, dictados, dibujos, exposiciones de manualidades. En medio de todo eso, uno debe aprender a desentrañar marcas significativas de la cultura escolar y de la cultura local.

Para mi sorpresa, en una escuelita de una comunidad muy pobre encontré una profesora entusiasta que me invitó a hacer preguntas a sus alumnos. Ellos estaban ansiosos, me dijo, por mostrarme sus conocimientos matemáticos.

Mientras ideaba problemas pertinentes y preguntas claras (que resistieran además la traducción al bengalí por parte del traductor que me acompañaba), niños y niñas expectantes, de ojos brillantes, sentados sobre sus pequeñas alfombras en el suelo, alistaban sus herramientas: ojos y oídos atentos, la pizarra individual entre las manos y un pedazo de tiza.

- "¿Cuántas manos hay en esta habitación?", pregunté.

- "¡Sesenta!", fue la respuesta inmediata coreada a una sola voz. 30 alumnos inscritos en la clase = 60 manos.

Me quedé callada. Ellos solos empezaron a recapacitar, adelantándose a la previsible intervención de la profesora.

- "¡Sesenta y seis!", gritaron varios niños, después de hacer, ahora sí, las cuentas: 58 manos infantiles (un alumno había faltado ese día), más 2 manos de la profesora y 6 manos de los 3 visitantes presentes.

¡Bien! Entusiasmados, me pidieron una "pregunta de multiplicar". Y volvieron a alistar sus pizarras.

- "¿Quién puede decirme cuántos dibujos hay en las paredes de esta habitación?", pregunté. 

De las cuatro paredes del aula, tres estaban cubiertas de dibujos hechos por los alumnos, prolijamente alineados en dos filas, el mismo número de dibujos y el mismo arreglo visual en cada pared. Una posibilidad era, pues, sumar los 10 dibujos de una pared y luego multiplicar por 3.

Caritas perplejas y un tenso silencio. Una niña de armas tomar se paró en el centro del aula y empezó a contar en voz alta los dibujos. Otros alumnos se pararon y empezaron a hacer lo mismo. Uno de ellos, incluso, decidió recorrer con el dedo las paredes, contando los dibujos mientras los tocaba. Todos terminaron coreando el resultado correcto, en medio de gran algarabía.

- "Pero ustedes me pidieron una pregunta de multiplicar y lo que hicieron es sumar", les recordé, entre risas. 

Los niños, vivarachos, enganchados, se disponían nuevamente a pensar. La profesora, nerviosa, se adelantó y dio el resultado. No pudo darles a los niños el tiempo que habría sido necesario para que ellos, solos, descubrieran cómo convertir la suma en multiplicación y comprendieran, jugando, la función y la utilidad de multiplicar.

Estos niños sabían sumar, restar y multiplicar, y la joven profesora había logrado entusiasmarles con las matemáticas, pero padecían el síndrome escolar conocido: un "saber" que tiene dificultades para aplicarse a problemas reales.

La brecha entre lo que se aprende en la escuela y su aplicabilidad en la vida cotidiana es caracterizada por algunos autores como un verdadero "blo­queo". En éste confluyen no sólo la pertinencia y relevancia de los contenidos sino también de los enfoques y métodos de enseñanza. Y una cultura escolar que cultiva la impaciencia, que no deja tiempo para pensar, que castiga el error, que desconfía de las capacidades de los alumnos.

Reconociendo esa brecha y aceptándola como lo que es - un problema de enseñanza antes que de aprendizaje - el sistema escolar necesita asumir la aplicabilidad del conocimiento como un objetivo central: la relación entre lo que se enseña en las aulas y lo que se necesita aprender en y para la vida, la traducción del saber en saber pensar y saber hacer.

El objetivo del aprendizaje no es solo saber sino saber usar lo aprendido para comprender y resolver problemas de la vida cotidiana. Quien enseña debe ayudar a los alumnos a aprender pensando y a aprender haciendo. Evaluar aprendizajes implica no solo comprobar asimilación y retención de la información sino evaluar competencias para usar esa información y ese conocimiento en la vida real, más allá del aula, el papel o la pantalla. 


¿Qué le debo al Colegio Alemán?



¿Qué le debo al Colegio Alemán?. Quiero intentar la respuesta compleja que exige una pregunta compleja como ésta. Porque compleja es siempre la relación que tiene uno con su colegio, más si se pasó en él doce años de vida. La reflexión se complejiza a medida que pasa el tiempo y se toma distancia, cuando se deja de ser alumno, cuando se empieza a comparar la propia experiencia con la de los amigos y, más tarde, con la de los hijos.

Si alguien me hubiese hecho esta pregunta mientras fui alumna, posiblemente habría respondido afirmando mi mimetismo con el Colegio Alemán. Más allá de las discrepancias e inconformidades, y hasta de los momentos de abierta resistencia a las normas y valores escolares impuestos, fui una alumna orgullosa de su colegio. El uniforme gris y verde se llevaba con altura. Nuestros profesores estaban entre los mejores disponibles, aunque había excelentes, buenos y malos, como en todo lado. Las instalaciones - aulas, canchas, gimnasio, biblioteca, laboratorios, equipos - estaban a la punta entre los colegios de Quito. Aprendíamos dos idiomas extranjeros, alemán e inglés, con métodos modernos; los resultados estaban a la vista en la fluidez con que muchos de nosotros llegamos a manejar los dos idiomas. 

Ser alumna del Alemán era una distinción; ser "buena" alumna despertaba admiración; ser la primera alumna, ni se diga. Durante doce años me sentí estimulada, desafiada, felicitada, condecorada. Por mis excelentes calificaciones, el colegio me otorgó una beca para cursar la enseñanza secundaria. Aprendí, así, desde temprana edad que ser "buena" estudiante es no solo una fuente de satisfacción sino además una inversión, una vía de autofinanciarse, de ganar seguridad y autonomía y de aportar, a través del estudio, al esfuerzo económico de los padres.

¿Quién podía entonces permitirse dudar de la santa validez del castigo y la sanción, cuestionar el rigor en las normas y la disciplina, si - a medias entre el colegio y el hogar - nos acostumbraron a ver todo eso como ingredientes de una formación sólida, como requisito de la "excelencia" académica, la rectitud moral, los valores correctos?.

Una vez graduada, la aureola de ex-alumna destacada del Alemán se me volvió, por mucho tiempo, fuente de conflicto. El orgullo devino en rechazo. Desde mis crecientes espacios de libertad y autonomía, y vista hacia atrás, la vida colegial se me fue revelando como una experiencia dolorosa, autoritaria, maltratante. Nos habían forjado trilingües, responsables, puntuales, prolijos, perseverantes. Cierto. Pero, ¿a qué costo?. Cualquiera de nosotros - lo hemos comentando en encuentros de compañeros -  puede narrar alguna experiencia traumática, desde llano castigo físico hasta el complicado castigo moral. ¿Qué clase de persona sería hoy cada uno de nosotros si hubiésemos tenido una formación escolar más flexible, más libre, más humana?.

A diferencia de varios de mis compañeros y compañeras, no elegí para mis hijos el Colegio Alemán. No quise para ellos la educación que yo había recibido. Negando mi propia trayectoria, me propuse evitarles la exigencia y la autoexigencia de ser "buenos" alumnos, mucho menos los mejores. Opté por escuelas y colegios donde pudieran - hasta donde es posible - ser felices, respetados en sus ideas y en sus individualidades, ajenos al miedo, dueños de su palabra, estimulados en su capacidad para aprender y para pensar por sí mismos, para hacer buen uso de la libre expresión, la crítica, el diálogo.

Estoy, afortunadamente, atravesando un tercer momento vital en mi relación con el colegio. Momento de balances, de desapasionamientos, de mayor objetividad. Objetividad que va instalándose con la adultez, el crecimiento de los hijos, sus éxitos y fracasos, la disfuncionalidad de una realidad educativa que urge a replanteamientos profundos. 

Debo reconocer, por un lado, que resulté una persona de esas que nuestra sociedad suele catalogar como "exitosas" en el terreno profesional. Como me han insistido amigos y me lo ha repetido hoy el propio rector del Alemán: "Algo tiene que ver en esto el Colegio Alemán". Sin duda.

Debo reconocer, por otro lado, que no encontré, en los distintos países donde he vivido, esa escuela o colegio donde mis hijos pudieran al mismo tiempo aprender y ser felices. Donde lograron sentirse medianamente bien en el plano de las relaciones humanas y afectivas, fue en general a costa de mediocridad intelectual y académica; las "buenas" escuelas y colegios desde el punto de vista académico, en cambio, reeditaron bajo las mismas formas conocidas el autoritarismo, la arbitrariedad, el miedo, el antidiálogo. En la mezcla entre uno y otro estilo escolar, combinado con los respectivos estilos paterno y materno, mis dos hijos resultaron mucho más críticos y creativos que lo que pude ser yo a su edad. Son, también, claro, otras épocas. Pero no deja de ser cierto que el Alemán cultivó en nosotros desde niños un espíritu de esfuerzo, de tenacidad, de responsabilidad, que permite taladrar los límites usuales y que solo llega a apreciarse cabalmente en la vida adulta.

Cual más, cual menos, todos nosotros tuvimos una relación contradictoria con el colegio. Los malos tratos, los castigos, los momentos amargos, las situaciones de humillación y angustia, están en el trasfondo de eso que, al mismo tiempo, reconocemos y apreciamos como positivo. Los primeros y los últimos, los "aplicados" y los "vagos", las mujeres y los hombres: todos resultamos marcados por un sentido especial del cumplimiento, la disciplina, la puntualidad, la perseverancia, la búsqueda de la perfección.

El Colegio Alemán está presente de manera cotidiana en la autoexigencia para hacer las cosas bien; en la expectativa de que los demás hagan lo mismo; en el continuar hasta terminar; en el empeño por cumplir con la meta y en la valoración del propio esfuerzo como la vía más segura para alcanzarla; en la búsqueda de rigurosidad y de coherencia; en la necesidad de pensar en grande pero sin descuidar el detalle; en el sentido práctico de la vida; en la vehemencia por hacer las cosas; en el placer del deber cumplido, el acabado impecable, el objetivo conquistado.

Todo esto, fuente permanente de satisfacciones, es también fuente de tensión y frustración en una sociedad que institucionaliza la ley del menor esfuerzo, la irresponsabilidad, la negligencia, la impuntualidad, la improvisación, la ineficiencia, el nepotismo, las "palancas" y los favores, como si fuesen cualidades y valores propios de la cultura. Ser un poco alemán, en estas tierras, es ir contra corriente. Al formarnos de esta manera el colegio nos instaló, de hecho, un dispositivo que predispone tanto para la realización como para el sufrimiento.

Al final, lo que verdaderamente queda de la vida escolar no es tanto la información o el conocimiento que nos dejaron sino cómo lo hicieron, si reforzaron o minaron nuestra autoestima, qué valores y actitudes sociales nos inculcaron, qué buenos o malos ejemplos nos mostraron, qué tanto alimentaron nuestra curiosidad e inventiva, qué tanto nos enseñaron a amar la lectura, la escritura, la investigación, el aprendizaje.

En este sentido, ¿quién podría criticar al colegio por habernos forjado en valores, actitudes y aptitudes que constan en todo plan y programa de estudios, que forman parte de toda declaración, de toda utopía sobre el ser humano, de todo proyecto educativo, de toda anticipación de futuro?. La pregunta no radica tanto en la validez de los objetivos como de los métodos para alcanzarlos. ¿Acaso no es posible lograr todo esto de otra manera?. ¿Acaso son estos los únicos valores y actitudes deseables?. ¿Acaso no es posible armonizar educación con formación, autoridad con participación, enseñanza con diálogo, respeto con crítica, excelencia académica con excelencia afectiva, desarrollo intelectual con desarrollo integral de la persona?. El colegio nos formó en los valores y actitudes apropiados para vivir, para pensar, para ser autónomos, salir adelante, resolver problemas, superar nuestro medio familiar y social, seguir aprendiendo. De eso no hay duda. La duda es si todo ello no puede conseguirse de otra manera.

En cualquier caso, poder decir todo esto y escribirlo para una Memoria del colegio, constituye una reivindicación fundamental. Veinte, cien, mil años de silencio pueden saltar en pedazos con unas cuantas palabras dichas de una sola vez y en libertad. Cuántos quisieran tener la oportunidad de decir todo esto un día en su colegio, junto a sus excompañeros, frente a las autoridades del plantel, en las mismas instalaciones donde un día se fue alumno subordinado. Este es el privilegio que he tenido hoy.

Evidentemente, son otros tiempos. Evidentemente, soplan nuevos vientos. Enhorabuena. Me congratulo por éste, mi colegio, al que vuelvo a adoptar como mío, como en mis viejos tiempos de alumna orgullosa del Colegio Alemán.

Quito, 27 de febrero de 1992

* ¿Qué le debo al Colegio Alemán? Palabras de una ex-alumna, en: Deutsche Schule Quito - Colegio Alemán de Quito, 75 Aniversario, Anuario 1991-92, Quito, 1992.

Comida rápida, lectura rápida, aprendizaje rápido

"Escuelas lentas propician el descubrimiento del gusto por el saber,
las rápidas dan siempre las mismas hamburguesas". Maurice Holt
“We do not learn from experience. We learn from reflecting on experience.” 
"No aprendemos de la experiencia ... sino de reflexionar sobre la experiencia".
John Dewey

La prisa de los tiempos contagia al mundo de la educación. Mientras hay cada vez más para aprender y se pide más de todo - presupuesto, tiempo de enseñanza, evaluación, computadoras, Internet, etc. - se espera que el aprendizaje se realice en el menor tiempo posible. No obstante, el fast learning (aprendizaje rápido), igual que la fast food (comida rápida), hacen mal a la salud, provocan estrés, son difíciles de digerir, renuncian al placer de saborear, llenan sin alimentar, engordan sin nutrir. Comida chatarra, aprendizaje chatarra.

Leer rápido, escribir rápido, estudiar rápido, aprender rápido, obtener rápidamente certificados y títulos, aparecen como objetivos deseables para la sociedad dentro y fuera de los sistemas educativos, desde el pre-escolar hasta el quinto postgrado. El ideal social hoy parecería ser que los niños aprendan a leer y escribir incluso antes de entrar a la escuela, que los alumnos aprueben cursos y niveles en cadena, que la capacidad de elegir una carrera o un oficio se desarrolle a temprana edad, que los profesores se capaciten en cursillos y talleres, que los que pueden sigan estudiando maestrías y doctorados sin parar, sin haberse enfrentado a los problemas de la vida real, sin haber tenido una experiencia de trabajo e incluso sin una mínima problematización en torno al campo de estudio o de trabajo elegido.

Justamente todo lo contrario a lo que, como especialista, recomiendo en consultas y asesorías: no apresurar a los niños pequeños a leer y escribir; prolongar lo más posible la infancia y el juego; dejar más espacio y tiempo libre a los estudiantes durante toda su escolaridad; alternar estudio, trabajo y actividades de servicio social; formar más que capacitar a los docentes; aplazar maestrías y postgrados hasta que los conocimientos, las dudas y la experiencia acumulados permitan realmente articular teoría y práctica, aprovechar y disfrutar el estudio sistemático y autónomo.

El aprendizaje chatarra se ha aceitado con el avance de las tecnologías, su ubicuidad y su mayor accesibilidad, pero sus raíces están en el persistente desconocimiento y el viejo desprecio en torno a lo que significa aprender, comprender, conocer, saber... El que sabe, sabe que el aprendizaje tiene condiciones, requerimientos, etapas y ritmos que no pueden ignorarse o violentarse a antojo; que aprender implica tiempo, motivación, apropiación, reflexión, emoción, procesamiento, esfuerzo, perseverancia, equivocación y rectificación, contrastación, vinculación teoría-práctica, uso de lo aprendido...

Los resultados y las consecuencias de lo aprendido a las carreras, es decir, de lo no aprendido, están a la vista de todos, todos los días, en todo lado.

Tres ejemplos de fast-learning:

Alfabetización de adultos

La alfabetización de adultos ha sido tradicionalmente campo de apurados. Los programas y
«
métodos» más populares han sido siempre los que ofrecen alfabetizar en tiempos récord. Recordemos que Paulo Freire, cuyo nombre cobró renombre internacional en este campo, propuso en 1963 una Campaña Nacional de Alfabetización - siendo entonces director del Departamento de Extensión Cultural de la Universidad de Recife - que proponía alfabetizar a trabajadores rurales en un mes y medio. No sabemos si se habría logrado pues el plan no llegó a concluir ya que, a raíz del golpe militar de 1964, Freire debió salir de Brasil y asilarse en Chile.

El método cubano de alfabetización "Yo Sí Puedo", utilizado en muchos países, debe entre otros su popularidad al corto tiempo contemplado para la capacitación de los alfabetizadores (un breve taller de un día o incluso menos) y para la alfabetización (entre siete semanas y tres meses). El método consta de una cartilla, un manual y 17 vídeos con 65 clases, de las cuales 10 se dedican a la «etapa de adiestramiento», 42 a la etapa de aprendizaje de la lectura y escritura, y 13 a la «etapa de consolidación».

Los resultados del fast-learning en el campo de la alfabetización, llámense campañas o programas, vienen acompañándonos desde hace décadas, obligando al eterno borra y va de nuevo. Los dados por «alfabetizados», sobre todo los que no han tenido ninguna experiencia escolar, terminan con habilidades mínimas de lectura y escritura, pegadas a la cartilla o el manual, inútiles para la vida cotidiana y el desempeño autónomo. El llamado «retorno al analfabetismo» por desuso a menudo no es tal; se trata simplemente de procesos de alfabetización que se interrumpieron antes de llegar a ser tales.

Velocidad lectora 

La lectura rápida gana adeptos en tiempos que incitan al escaneo más que a la lectura propiamente tal. El afán se ha trasladado a los sistemas escolares, de la mano entre otros del Banco Mundial, y como parte de los empeños oficiales de reforma educativa.

Embanderado en la «mejoría de la calidad de la educación», el Banco viene planteando la velocidad lectora como un indicador de dicha mejoría y de dicha calidad. Para cada grado de la escuela se fija un determinado número de palabras a leer. El propósito, según lo explicado en el caso de Perú, es lograr un instrumento de evaluación de la «competencia lectora» que sea "fácil de medir y de entender por parte de los padres, los maestros y los electores”. (Como referencia: se considera que normalmente una persona lee en voz alta entre 100 y 130 palabras por minuto; tratándose de lectura silenciosa, 200 palabras por minuto).

Durante la campaña electoral que llevó a Alan García por segunda vez a la presidencia del Perú (2006), el Banco Mundial promovió entre los candidatos el proyecto RECURSO de velocidad lectora, el cual fue adoptado por tres de los cuatro candidatos, García incluido (Banco Mundial, Hacia una educación de calidad en el Perú, 2006). Los estándares de velocidad lectora para la escuela primaria peruana quedaron así:

Grado 2: 60 palabras por minuto
Grado 3: 90 palabras por minuto
Grado 4: 110 palabras por minuto

Con variantes, el programa ha sido llevado a otros países latinoamericanos, entre ellos Chile y México. En México, la Secretaría de Educación Pública (SEP) lo adoptó en 2010, en primaria y secundaria, con el nombre de "Programa de Lectura Rápida Competencia Lectora". Se estableció que un niño de primer grado de primaria debe leer más de 59 palabras por minuto para ubicarse en el nivel avanzado, entre 35 y 59 palabras para ubicarse en el nivel estándar, entre 15 y 34 para ubicarse cerca del estándar, y menos de 15 para ubicarse en la categoría requiere apoyo. Para comprobar la velocidad lectora, se instruyó a los maestros medirla entre sus alumnos una vez por semana e incluir el dato en las boletas de calificaciones.

Las críticas de especialistas en los distintos países donde viene adoptándose este enfoque han sido lapidarias. La velocidad lectora no está necesariamente relacionada con la comprensión lectora y más bien puede comprometerla aún más a la vez que desestimular y desvalorizar la lectura por placer, fuente de formación de los buenos lectores.

Secundaria acelerada


Comprimir la escolaridad, a fin de ayudar a los
«rezagados» a completar un ciclo de estudio en el menor tiempo posible, es algo que viene haciéndose en muchos países para la educación primaria y secundaria. Se ofrecen modalidades especiales a jóvenes y adultos con «escolaridad inconclusa» así como a menores de 15 años que han repetido el año, han abandonado la escuela o no tienen acceso a ésta. Se trata básicamente de cursar los mismos contenidos pero en menos tiempo. Aceleración es el término que describe a estas iniciativas.

Un anuncio del fundador de Atari, Nolan Bushnell, circuló profusamente en Internet en 2011, un videojuego que, según él, permitirá hacer la educación secundaria en menos de un año. Speed to Learn  (Velocidad para Aprender) es
“un sistema de juego que enseña mientras estás jugando", un juego de computación en la nube combinado con actividades aeróbicas, que ofrecerá recompensas para incentivar el conocimiento y la rapidez para responder preguntas, y ejercicios repetitivos para memorización. Decía Bushnell que el juego se ha ensayado en cientos de aulas con 40.000 niños. "Actualmente estamos enseñando materias 10 veces más rápido. Creemos que cuando esté listo seremos capaces de enseñar una secundaria completa en menos de un año. Y creemos que podremos hacer eso hacia fines del próximo año".

Difícil saber qué es lo que se ofrecerá y qué es lo que aprenderán los jóvenes con este programa. Difícil ver esta propuesta circulada entusiastamente por educadores y especialistas no solo estadounidenses sino de otras partes del mundo y especialmente de América Latina. ¿Realmente creen que la educación secundaria puede resolverse con un programa de videojuegos y en menos de un año? ¿A tal punto puede llegar el espejismo de las tecnologías y la incomprensión de lo que es - o debería ser - una buena educación secundaria?

Así como el Fast Food dio lugar al Slow Food, es hora de cerrar filas en torno a un Slow Learning Movement que haga justicia al aprendizaje, posibilite el «aprendizaje profundo» y el «aprender a aprender», y sea coherente con el Aprendizaje a lo Largo de la Vida.

Para saber más
▸ Acusa experta falta de sustento en programa de lectura de la SEP, La Jornada, México, 18 octubre 2011
▸ La lentitud como valor inmediato
Por favor, ¿podrían dejarme desconectar?, El País, 28 abril 2012
The Slow Movement
Slow Food
Slow Education, educación a otro ritmo
Reflection is the most important part of the learning process

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¿Derechos de los niños o deberes de los niños?





Escuela San Juan, escuelita rural en Chile. Mientras converso con la profesora y los alumnos reparo en un vistoso cartel de UNICEF colgado en la pared, titulado "Los derechos de los niños", a colores y con letra bien grande. La profesora, orgullosa, me cuenta que ha estado enseñando a sus alumnos sus derechos. Yo, encantada, empiezo a pedir a los niños que digan cuáles son esos derechos. Varias manos se alzan:

- "Respetar a los mayores", dice un niño.
- "Portarnos bien", dice una niña. 
- "Venir aseados a clase", dice otro.

Y así por el estilo ... Deberes en lugar de derechos. El listado conocido de obligaciones infantiles, ninguna reivindicación. La sesión de preguntas y respuestas se interrumpe bruscamente. La maestra, nerviosa, intenta repasar con los niños los puntos del cartel. Es evidente que los niños no han llegado siquiera a diferenciar derechos y deberes

Así es: a profesores, padres de familia y adultos en general nos cuesta aceptar que los niños tienen derechos y actuar en consecuencia. La mención "derechos de los niños" provoca escozores y temores. Inquietan los posibles excesos, la indisciplina, la pérdida de respeto y de control. Para otros es simplemente una utopía imposible de llevar a la práctica. 

Fue a partir de esa visita que el asunto se me instaló como tema. He notado desde entonces que muchas personas adultas también confunden derechos y deberes (seguramente acarrean tal déficit desde la infancia), y me he topado con muchos profesores convencidos de estar enseñando a sus alumnos sus derechos, pero que se dan modos para reforzar sus deberes

De hecho, fue inspirada por visitas a escuelas y observaciones de clases que organicé para UNICEF, en los 1990s, un programa de sensibilización sobre los derechos de los niños destinado a maestras del sistema escolar, pero abordándolas no como maestras sino como madres de familia. Notable cómo cambia la perspectiva cuando las maestras son vistas no únicamente en su identidad profesional de maestras sino como mujeres, madres, esposas, amas de casa, vecinas...

Cierto que se ha avanzado en estos años en la concreción de los derechos de los niños, pero sigue siendo poco y lento respecto de lo mucho que falta. 


Seguimos colgados de indicadores cuantitativos como signos de avance, sin ver las calidades de esos avances en cuestiones claves como nutrición, salud, educación, protección, etc. 

Sigue en rojo el maltrato infantil en la familia y en la escuela, y la indolencia social frente a éste, aunque al menos uno y otra ya están siendo entendidos en varios países como problemas de cultura ciudadana

Sigue orondo el trabajo infantil, vinculado incluso a renombradas empresas multinacionales que empiezan a ser denunciadas por abuso corporativo y castigadas por consumidores conscientes. 

Siguen haciendo de las suyas las grandes redes de pederastia y pornografía infantiles, y el abuso sexual de niños y niñas en la familia, en la comunidad, en el sistema escolar y hasta en la iglesia. 

Sigue la infancia vista como una etapa subdesarrollada de la especie. 

Siguen los niños ignorados, no escuchados ni consultados. 

Sigue la escuela cumpliendo su función de conservación antes que de emancipación ...

La lucha por un lenguaje "políticamente correcto" se ha instalado en relación al género y a la discapacidad pero no penetra aún el ámbito de la infancia. El "hasta un niño puede hacerlo" continúa siendo estrategia de marketing para disfrazar la ineptitud adulta. "Infantil" está naturalizado como insulto en la sociedad e incluso como descalificación en el campo de la política desde que Lenin escribió "La enfermedad infantil del 'izquierdismo' en el comunismo" (1920) usando 'infantil' como sinónimo de inmadurez y hasta estupidez. (En versiones contemporáneas, Rafael Correa en el Ecuador usa 'infantil' para referirse a quienes discrepan de la postura oficial - 'ecologismo infantil', 'indigenismo infantil', 'izquierdismo infantil' - y Pepe Mujica en Uruguay para referirse a los maestros que protestan).

Como es evidente, ya no basta con seguir recitando la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y distribuyendo materiales en torno a la Convención sobre los Derechos del Niño (1989). Es preciso una pedagogía de shock, un salto de conciencia en toda la sociedad y medidas más firmes y convincentes para hacer valer, en el discurso y en la práctica, desde la cima hasta la base, los derechos de los niños. 

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Una educación que no valora el propio esfuerzo



Mi mamá no logró nunca aceptar que no me dieran el primer premio en el “Concurso del Libro Leído”, tradicional concurso intercolegial realizado en el Ecuador. Para ella, yo había sido la mejor, la que mostró mejor manejo del libro, la que se había expresado con más naturalidad y soltura en el estrado. Mi mamá tenía razón al menos en esto último: yo fui la única de los concursantes que no se aprendió el texto de memoria, la única que pensó y habló al mismo tiempo, con las marcas propias del habla, del habla de verdad. Mientras los demás concursantes transitaban por carretera pavimentada, yo había optado por abrirme paso en la jungla. Según comprendería más tarde, fue por eso que me dieron apenas Mención de Honor. Más que un concurso centrado en la lectura y en los saberes y habilidades relacionados con ésta, lo que cuenta a la final es la oratoria y el 'manejo escénico'...

Tenía yo 16 años, era gran lectora, muy buena alumna y desconocía muchas de las reglas del currículo oculto del sistema escolar y de los concursos intercolegiales. Alentada por mi profesor de Literatura, decidí presentarme, entendiendo que se trataba de elegir un libro, leerlo, comprenderlo a fondo y discurrir inteligentemente sobre éste frente al público y al jurado. Escogí El Cojo Navarrete, novela histórica de Enrique Terán, autor ecuatoriano, que me fascinó. Mi profesor me había aconsejado memorizar un texto, pero eso me sonaba a hacer trampa y me parecía, incluso, humillante.
Preparé solo unas notas que me sirvieran de guía al momento de hablar. Visto hacia atrás, ese fue, de hecho, mi estreno como conferencista y de un estilo de conferenciar que me ha acompañado desde entonces... y con mucho más éxito que en el Concurso del Libro Leído.
 

Para mi sorpresa, el día del concurso me ví rodeada de oradores fervorosos, que gesticulaban textos memorizados de principio a fin. Ví al jurado entregar los primeros premios a quienes habían recitado en voz más alta, con mayor dramatismo y mayores aspavientos. ¿Qué garantía había de que el recitador fuese el autor del texto e incluso el lector del libro? Esas eran, por lo visto, preguntas irrelevantes para el jurado y para el público presente.

Mucha agua ha corrido desde entonces, pero el esquema básico continúa instalado en el corazón de nuestra sociedad y de nuestro sistema escolar. Niños y jóvenes continúan aprendiendo en su paso por las aulas que la lectura es ornamental y que el propio esfuerzo no vale, no cuenta, no tiene rédito. 

- El dibujo prolijo hecho por el papá va a parar a la galería de dibujos infantiles, mientras el hecho por el propio niño, con dedicación, con borrones, líneas chuecas y colores fuera de los bordes, tal vez se archive en la carpeta. 
- La niña que lleva el bordado terminado por la mamá saldrá mejor parada que la que lucha a solas con el hilo y la aguja. 
-  La “redacción” copiada del libro o de Internet tiene posibilidades de sacar mejor nota que la redacción genuina, hecha en base a ideas, palabras y errores ortográficos propios. 
- El mapa calcado del atlas, e incluso el comprado en la papelería, puede ser honrado más que el trazado a mano, tal vez en conflicto con la geografía pero en armonía con el aprendizaje. 
- Puede darse como buena una “investigación” hecha en base a operaciones de corte-y-pega de textos, y desdeñarse la que resulta de la búsqueda, el estudio y la elaboración propias. 
- El trabajo “en grupo” hecho por un solo alumno o con pedazos sueltos aportados por cada uno recibe mejor calificación que el producido colectivamente, fruto de la interacción y la colaboración entre los miembros del grupo. 
- La prueba y la calificación miden y valoran lo que los alumnos deberían saber, de acuerdo a estándares definidos de antemano para el conjunto, no lo que cada alumno avanzó respecto de su punto de partida.

En fin, lo conocido: las formas valen más que los contenidos, los resultados más que los procesos, las calificaciones más que los aprendizajes efectivos. Resultado de todo ello, y con la complicidad de los sistemas de evaluación escolar, el que copia, memoriza, repite, recita y tiene respuestas para todo, termina siendo catalogado como “buen alumno”. Le va mal al que piensa, razona, analiza, pregunta, explora, descubre, se equivoca, corrige, pone empeño, se entusiasma, hace por sí mismo.


Una educación que no valora el propio esfuerzo es una educación que enseña el facilismo, la trampa, el aprovecharse del esfuerzo de los demás. De la tarea escolar hecha por el papá o la mamá, de la copia en el examen, algunos saltan más tarde a contratar a alguien para que les haga la tesis e, incluso, para que les otorgue el título de licenciado o doctor. Por más que se instalen programas escolares para enseñar “valores”, los valores que se aprenden en el currículo oculto de la escuela y de la relación familia-escuela están allí, actuando como contrapeso y a menudo con más fuerza que aquellos que pretenden inculcarse a través del currículo explícito, envasado en los textos escolares y en la prédica poco convencida y poco convincente de los adultos.


Pero, sobre todo, una educación que no valora el propio esfuerzo es una educación que irrespeta y desprecia el aprendizaje. Porque aprender implica esfuerzo personal de quien aprende: los autores y autoras del dibujo garrapateado, del bordado desprolijo, de la redacción en sus términos, del mapa desfigurado, del trabajo grupal esforzado, son los únicos que aprenden realmente. Porque aprender implica descubrir, construir, crear, pensar, hacer, volver a hacer, equivocarse, rectificar, percibir el avance, perseverar. Cuando el sistema escolar pone buena nota a la tarea hecha por la mamá, a la redacción copiada o a la investigación ajena, está no sólo enseñando valores equivocados a estudiantes y padres de familia, sino impidiendo a esos estudiantes (y padres) aprender.


Pedagogía escolar: el cultivado hábito de no entender

Rosa María Torres

Claudius Ceccon - Brasil
Para Julián


Es conocida y cuestionada la cultura médica ensimismada en su jerga e impávida frente a la incomprensión de los pacientes. Pero igual de chocante y aún más paradójico es el ensimismamiento de la cultura escolar, empeñada en cultivar el hábito de no entender y de no preguntar por lo que no se entiende, cuando su misión es justamente explicar, enseñar, educar.

Desde que entran a la escuela los niños se enfren­tan a normas, relaciones, rituales, textos, palabras, que no entienden. Desde el primer día de clases los alumnos a­prenden que no entender es una regla del juego escolar, una en la que la escuela basa su autoridad y su poder. Preguntar interrumpe y perturba, desvía del guión y de los tiempos establecidos. Cuestionar, ni se diga.


Des­codifi­car los lenguajes formales de la escuela es tarea que se encarga a los alumnos, bajo una consigna muy valorada en el medio escolar: "enriquecer el vocabulario". La peor aplicación de dicha consigna se da en las tareas escolares y en las pruebas de evaluación.

A mi hijo me­nor, en tercer grado, le enviaron a consultar en el dic­cio­nario la pa­labra "hipertrófico", con la que seguramente tropezaron en algún texto escolar. Copió en su cuaderno, con su mejor letra, y sin entender una sola palabra:


HIPERTROFICO, CA. adj. Med. Relativo a la hipertrofia o que presenta sus caracteres.


Nunca, en cam­bio, a su maestra de tercer grado se le ocurrió ex­plicar el significado de "conmutación", a fin de que los alumnos entendie­ran por qué la propiedad conmutativa de la suma
se llama así. Cosas como éstas simplemente hay que recitarlas de memoria, como se entona con fervor el himno nacional, sin saber a cabalidad qué es lo que se está diciendo.

Si como pedagoga y como lingüista todo esto continúa provocándome estupor, como madre de hijos escolares me ha provo­cado siempre indigna­ción. Valgan, para ejem­plificar lo dicho, estas piezas extraídas de una prueba que le tomaron a mi mismo hijo menor cuando estaba en cuarto grado en una capitalina escuela privada: 

Pregunta:  Frente a cada dibujo determine señalando con una cruz de qué región son característicos los siguientes productos
(acom­pañado de dibujos irreconocibles).
Respuesta: en blan­co.
Puntos: cero.
Explicación:
- "No enten­dí lo que me pregunta­ban".
- "¿Por qué no le pe­diste a la maestra que te aclarara la pregun­ta?".
- "Porque en los exám­enes no se puede pre­guntar".

Pregunta: ¿En qué radica la importancia de la presencia de petró­leo en la Re­gión Amazónica?
.
Respuesta: en blanco.
Puntos: cero.
Explicación: La misma anterior.

Pregunta: Ultimo soberano del Tahuantinsuyo
Respuesta: en blanco.
Puntos: cero.
Explicación: "No sabía lo que quería decir soberano
". (El texto de lectura y los apuntes del cuaderno se referían a Ata­hualpa como rey, inca, caci­que. El examen se aprovechó pues para iniciar a los niños en un nuevo término).

Pregunta: ¿Con qué objeto vinieron al Ecuador los miembros de la Mi­sión Geo­dé­sica?
.
Respuesta: Con barco
.
Puntos: cero.

Cero a la perfecta lógica de un niño que sabe que objeto
signifi­ca cosa. Cero al complejo razonamiento que supuso llegar a la conclusión - propia - de que debieron venir en barco (y no en avión, por ejemplo, pues en esa época no e­xistían; y no a pie o en auto, pues venían de muy lejos y debían cruzar un océano).

Medalla para la escuela y la maestra que no sucumbieron a la tentación de un vulgar ¿Para qué?,
fieles a la tradición escolar que advierte que es más ilustrado y elegan­te preguntar un ¿Con qué objeto?. Fa­lla del niño, no de la monstruosa pedago­gía escolar.

No se requiere ser pedagogo para llegar a esta conclusión. Cual­quier padre o madre de familia que se haya tomado la molestia de hojear los cuadernos y las pruebas escolares de sus hijos podrá sin duda reconocer es­tos ejemplos y recordar otros tantos de su propia colección. Ejemplos que a­bundan, nos causan risa y hasta ternura, nos sirven de tema de conversación en las reuniones fa­miliares o de amigos-padres-de-familia, pero que nos muestran el dramatismo de nuestro sistema esco­lar.

Si los ejemplos da­dos provienen de una escuela privada de Quito, de un alumno hijo de padres intelectuales, criado en­tre libros y expuesto cotidianamente a abun­dante lenguaje oral y escrito, ¿qué puede esperarse suceda en escuelas con alumnos que se mueven en situaciones sociocomunicativas mucho menos favorables?.

Las taras pedagógicas reseñadas aquí no son invento ecuatoriano ni de su exclusividad. En realidad, desde que mis hi­jos empeza­ron el vía crucis escolar y en los sucesivos países donde les ha tocado sufrirlo, he venido coleccionando preciosas muestras escolares de circulares, deberes, pruebas, exámenes, textos, y demás. Pero lo que sí parece propio del Ecuador es que, a diferen­cia de muchos otros países, en éste el tema educativo y propiamente pedagógico no es tema de preocupación, crítica, análisis y debate público, y tampoco tema de educación ciudadana asumido como tal por el aparato gubernamental, el sistema escolar, las instituciones académicas o los medios de comunicación.

* Publicado oiriginalmente en el diario Hoy, Quito, 23/07/1988.


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"Si un libro aburre, déjelo" : Borges

Para mis hijos, Juan Fernando y Julián
 
« Si un libro les aburre, déjenlo; no lo lean porque es famoso, no lean un libro porque es moderno, no lean un libro porque es antiguo. Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo; aunque ese libro sea el Paraíso Perdido —para mí no es tedioso— o el Quijote —que para mí tampoco es tedioso—. Pero si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad, de modo que yo aconsejaría a esos posibles lectores de mi testamento —que no pienso escribir—, yo les aconsejaría que leyeran mucho, que no se dejaran asustar por la reputación de los autores, que sigan buscando una felicidad personal, un goce personal. Es el único modo de leer» .
Jorge Luis Borges,
Borges para millones, Entrevista realizada en la Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 1979.

Esto decía en una de sus últimas entrevistas Jorge Luis Borges, lector y escritor erudito, maestro de la literatura argentina, latinoamericana y universal. Muy diferentes serían el sistema escolar y la realidad de la lectura en nuestras sociedades si se prestara atención a las palabras del gran Borges.

Le cabe al sistema escolar el contradictorio mérito de haber contribuido a hacer del libro tanto un objeto de placer como de tortura. Democratizar el acceso a la escuela ha significado democratizar la posibilidad de la lectura a nivel mundial. Al mismo tiempo, los métodos de enseñanza basados en "la letra con sangre entra" y en concepciones estrechas y rígidas sobre el lenguaje, los libros y los lectores logran convertir la lectura en tormento y los libros en objetos temidos para millones de niños, jóvenes y personas adultas en el mundo.


Buena parte de la lectura que tiene lugar en las aulas - desde la educación inicial hasta la superior - se hace para cumplir un programa de estudios, un requisito formal, una tarea; los alumnos leen por obligación más que por propia iniciativa e interés. Generación tras generación, año tras año, niños y jóvenes son entrenados en la lectura de textos que a menudo no solo no les interesa sino que no comprenden. Libro se asocia con información o investigación, leer con estudiar, y lectura muchas veces con castigo. Leer por placer, por el mero disfrute de leer, se considera inútil desde el punto de vista escolar y se hace por lo general fuera de las aulas. Escolarizados con textos instrumentales, áridos, alejados de sus realidades y motivaciones, no sorprende que tantos niños y jóvenes terminen renunciando no sólo al placer de la lectura sino a la lectura. Sabiamente, sin saberlo, siguen el sabio consejo de Borges.

Yo tuve la suerte de aprender a amar la lectura desde niña y con la complicidad activa de mis padres y de la escuela. Mi primer hijo descubrió la literatura y el placer de un buen libro solo después de terminar el colegio, una vez que pudo tomar distancia del libro-obligación. Los grandes autores de la literatura latinoamericana le esperaron en el estante hasta que cumplió la mayoría de edad. A mi hijo menor, gran lector, le sucedió lo mismo. Mientras no se escuche a Borges, millones de adolescentes seguirán atormentados, en sus mejores años, con la lectura de textos escolares y con el puñado de autores elegidos por el currículo oficial, en un mundo que ha venido llenándose de lectura y de escritura fuera de las aulas y de las bibliotecas.

"Leer es buscar una felicidad personal" dice Borges, lector de lectores. Esa relación íntima, placentera, intensa, intransferible, con el libro y la lectura no resulta de la imposición. ¿Cómo pueden educadores, padres de familia, bibliotecarios, ayudar a que eso ocurra? Leyendo ellos mismos con entusiasmo, siendo ejemplo de buenos lectores, ofreciendo a niños y jóvenes oportunidades y opciones. Lo demás viene solo. Como recomienda Borges, la mejor estrategia para enseñar a amar la lectura y el libro es precisamente no forzar ninguno de los dos.

Buses que sirven de aulas (Sudáfrica)


Rosa María Torres

Nellie Ashford

He visto escuelas funcionando en domicilios particulares, en templos, galpones, patios, atrios, plazas, carpas, chozas, hospitales, cárceles, guarderías, lanchas, corredores y pasadizos, y, por supuesto, a la sombra de árboles o a la llana intemperie. Pero no había visto hasta hoy una escuela funcionando en el interior de un bus.

Se trata de una escuela primaria en Sweetwaters ("Aguas Dulces"), una pequeña comunidad rural en Sudáfrica. 186 niños y niñas y 8 profesores aprenden y enseñan en el interior de tres buses destartalados que sirven de aulas. En un bus se acomodan 86 niños. En otro, 35. En el tercero, 65. Cada uno de ellos corresponde a un nivel.

Niños y niñas apretujados en los asientos que usualmente corresponden a los pasajeros. Algunos deben contentarse con el suelo, en el corredor que divide las dos filas de asientos. Muslos y rodillas hacen las veces de pupitres. Al frente, junto al asiento que alguna vez ocupó un chofer, está colgada una pequeña pizarra. La mayoría de ventanas están rotas, por lo que, cuando llueve, los buses se inundan. Las clases deben suspenderse cuando recruduce el invierno o cuando el clima se pone demasiado caliente, en época de verano.

La escuela, privada, viene funcionando desde 1974 sin ningún apoyo estatal. Simón Nobela, un joven negro de 17 años, se animó a abrir la escuela e iniciarse como maestro. Empezó en una pequeña choza que servía de única aula. Los alumnos, niños y niñas de los alrededores, pagaban 50 centavos por semestre, con lo que se cubría el salario de Simón. En 1989, muerto su fundador, asumió la escuela su hermana, Julia. Y hoy tomó la posta su hijo, con ocho jóvenes más.

La escuela se expandió. Es así como los buses, entonces carrocerías abandonadas, pasaron a incorporarse como infraestructura escolar. Para las 800 familias que viven en esta pequeña localidad, ésta es la única posibilidad de alfabetizar y escolarizar a sus niños, pues la escuela estatal está muy distante. Los padres de familia colaboran como pueden. Un comité de padres se encarga de dar de comer a los niños mientras asisten a clases.

Un testimonio más, entre millones que abundan en el mundo, de la precariedad en que se mueve esa institución que llamamos escuela y a la que tantos prescriben hoy una computadora por alumno, conectividad y banda ancha. Un testimonio más que confirma que la infraestructura no hace a la escuela y que no hay obstáculo insalvable para hacer educación cuando está de por medio la iniciativa, la voluntad y el empeño de toda una comunidad. 

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Escuelas para enseñar y escuelas para explicar: La escuela del Tío Bernardo (Guinea-Bissau)


Rosa María Torres

Foto: Guinea Bissau, UNICEF

La escuela - sin rótulo y sin ningún signo exterior que la identifi­que como tal - es de las más precarias que he conocido ja­más. Funciona en una casa sumamente pobre en el centro de Bissau, capital de Guinea-Bissau, ocupando un pasadi­zo-zanja lateral y un galpón posterior, ambos de piso de tierra, este último lindando con la cocina de la casa vecina y el calor que sale de ella a través de las paredes de lámina de zinc. Al fondo, en un patio con árboles de plátano, juegan niñitos desnudos y se pasean pollos, gallinas y cerdos.

52 alumnos de primero a cuarto grado se ubican en es­tos espacios, agrupados por grado, y atendidos por dos profeso­res: el Tío Bernar­do (74 años), fundador y dueño de la escuela, quien vive en un cuar­to alquilado en esta casa, y su sobrino Bernardo Jr. (27 años), hoy el profesor principal, ambos apenas con alguna educación prima­ria. Dos alumnos de cuarto grado hacen de ayudantes, atendien­do y vigilando a los más pequeños. 

El mobiliario con­siste en nueve bancas largas y destartaladas, tres mesas en el mismo estado, dos pequeñas pizarras en jirones, un atril para soste­nerlas, una es­ponja que sirve de borrador, y tres ramas de árbol que cumplen una doble función: sirven de punteros y de varas para pegar a los distraídos o a los que no aprenden rá­pido. Los alumnos, niños y niñas de familias pobres que viven en la cercanía, no hablan portu­gués - la lengua oficial - sino el criollo y/o alguna de las lenguas vernácu­las de Guinea-Bissau.

Es una escuela privada. Empezó en 1957 como una iniciativa personal del Tío Bernardo para ayudar a sus sobrinos con las tareas escolares. Más tarde, ante la insisten­cia del vecindario, amplió el servicio y empezó a cobrar una pe­queña cuota, cuota para bolsillo de pobre y que da un ingreso ín­fimo, también de pobre. La escuela - ofi­cializada en 1978 - funcio­na al mismo tiempo como escuela regular y como refuerzo esco­lar: los alumnos regulares asisten a la mañana (8:30 a 12:30) y a la tarde (15:00 a 18:30), y los otros solo a la tarde. No se toman exáme­nes; a fin de año los alumnos toman su examen en las escuelas oficia­les.

La escuela del Tío Bernardo responde ciertamente a una necesidad: así lo muestra el hecho de haber logrado funcionar ininterrumpida­mente por cerca de cuatro décadas, así como el surgimiento y proli­feración de escuelas similares (a la fecha existen más de 25 escuelas de este tipo en la ciudad de Bissau), bu­ena parte de ellas abier­tas por ex-alumnos del Tío Bernar­do. Tienen su propio nombre: no se las llama «escuelas» sino «ex­plica­ción» (explicação); aquí se  «explica» , en definiti­va, lo que no queda claro en la escuela de la mañana.

Sería engañarse afirmar que la escuela del Tío Bernardo (o sus seguidoras) constituye una innovación respecto de las escue­las oficiales en el país: ni en la infraestructura ni en la pedago­gía existe aquí algo que pudiéramos considerar un «modelo» digno de imitarse. Las condi­ciones generales de enseñanza y aprendizaje son muy simi­lares: infraestructura precaria, falta de toda clase de ma­terial didáctico, no hay variación en el número de alumnos por pro­fesor, los profe­sores son los mismos que dan clase en el sistema oficial, se sigue el currículo y se utilizan los textos oficiales (en portu­gués), los métodos son igualmente atrasados. Incluso, mien­tras en las escuelas regulares está oficialmente prohibido el castigo físico a los alumnos, éste se aplica por la libre en estas otras escuelas. Y, sin embargo, con todo esto, los alumnos del Tío Bernardo tienen niveles superiores de retención y aprobación. ¿Qué es lo que hace la dife­ren­cia?.

El propio costo, aunque mínimo, opera como una selección en el ni­vel socio-económi­co de las familias y, presumiblemente, en el nivel de educación de los padres: aún dentro de su pobreza, los alum­nos del Tío Bernardo pueden costearse una escuela privada. El calen­dario escolar tiene un mes más que las escuelas oficiales. Los profesores están ahí todos los días, aún en tiempos de huelgas y paros. Los alumnos-ayudantes son una verdadera ayuda y les permi­ten al Tío Bernardo y a su sobrino dar atención individuali­zada a los alumnos. "Los profesores en estas escuelas parece que hacen más es­fuerzo", concluían directivos del Ministe­rio de Educa­ción, en una reunión en la que analizábamos estas diferencias y buscábamos explica­ciones para las mismas.

Pequeñas-grandes diferencias, en fin, que - sobre todo en situaciones de gran pobreza - hacen diferencia.

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